Durante
todo el curso –el «curso», o sea el curso escolar, es una forma de contar el
tiempo que conservo desde casi mis orígenes- y una vez al mes, los cines Verdi
(Madrid y Barcelona) vienen programando cine francés inédito, no estrenado en
nuestro país, y sin visos de estrenarse nunca porque ya le ha llovido encima.
Lo
último de este ciclo insólito –y que muchos cinéfilos han agradecido llenando
la sala- es Trois Mondes (2012), un
policiaco clásico en torno a un acontecimiento relativamente frecuente en la
sociedad occidental: tres amigos pasados de copas atropellan una noche a un
peatón; la calle está vacía por lo que deciden abandonarle tirado en la calzada
y darse a la fuga.
La
narración –dirigida por Catherine Corsini e interpretada por Raphael Personnaz
y Clotilde Hesme- no daría mucho más de sí si una joven, que estaba en casa
discutiendo con su novio, no se hubiera asomado al balcón en el momento en que
el conductor del vehículo volvía la espalda al herido, se ponía al volante y
abandonaba a toda pastilla el lugar de los hechos. A partir de aquí se ponen en
marcha varias historias paralelas: el conductor del vehículo acaba de ser
nombrado director del concesionario propiedad de su futuro suegro y debería
casarse en el plazo de diez días; los amigos que le acompañaban en el momento
del accidente, compañeros de trabajo, se vuelven un poco bordes y, con la
excusa de protegerle, empiezan a enseñar lo peor de ellos mismos; la joven
testigo de los hechos, incapaz de olvidar lo que ha visto y trastornada por
ello, se involucra, conoce a la mujer de la víctima que agoniza en un hospital
y termina haciendo de intermediaria entre la familia del herido y el causante
del accidente…
Pese
a no ser una película totalmente conseguida, sobre todo porque los
protagonistas no consiguen la química necesaria, las anécdotas son bastante
previsibles y los personajes secundarios no están bien definidos y parece como
si flotaran sobre la historia principal, tiene la virtud de plantear unos
cuantos asuntos, sociales y morales, de envergadura: en primer lugar el
problema de esos hijos del proletariado que –con buenas maneras y a fuerza de
trabajar duro- consiguen abrirse paso y hacerse un hueco en la burguesía, momento
a partir del cual están dispuestos a sacrificar todo, incluidos sus principios,
para conservar el supuesto éxito conseguido.
Después,
y más importante, una pregunta crucial: ¿Los hombres tienen un precio? Y, en
caso afirmativo, ¿cuál es y quien lo fija? Durante un tiempo, el que dura la
agonía del herido, Al, el protagonista de esta historia, pretende acabar con su
culpa entregando unos cuantos miles de euros a la esposa de la víctima.
Y,
finalmente, ¿somos capaces de olvidar, borrar todo de la memoria? Alguien que
causa una desgracia de estas características ¿puede dormir tranquilo el resto
de sus noches?
Lo
mejor: la crítica de una sociedad corrompida por el dinero.
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