Tras una tempestad
en el mar, Jafaar, pescador palestino y pobre de Gaza, encuentra entre sus
redes un enorme cerdo, caído sin duda de alguno de los cargueros que transitan
por la zona. Ya es sabido que los musulmanes consideran al cerdo un animal
impuro, y sus vecinos judíos tampoco lo quieren; sin embargo, Jafaar decide
desafiar la costumbre e intentar venderlo, para ganarse un extra y se pasea por
la zona tirando del animal que nadie quiere disfrazado de inocente oveja, hasta
que idea una manera de sacarle provecho.
Divertida
tragicomedia, desternillante incluso, que en muchos momentos roza el humor más
negro, Un cerdo en Gaza es un fresco sobre los habitantes (pocos relativamente,
aunque están todos muy juntos y parecen más) de la franja atrapados entre la
miseria cotidiana, el peso y las órdenes de los militares israelíes que
controlan todas las salidas (o entradas, según se mire) y las consignas de las
autoridades (islamistas, barbudas y bastante fundamentalistas) que controlan el
interior de la zona. La historia de Jafaar y su cerdo es toda una fábula
humanista sobre la pobreza, la endémica, no solo en tiempos de crisis, y
también una oda al entendimiento: si, a pesar de todas las diferencias, el
pescador llega a entenderse con “el otro” a nivel individual, seguramente será
posible un día el entendimiento colectivo. Como titulaba un crítico francés “En
el cerdo todo es bueno”.
Ubicado en una
zona del planeta que nunca debió existir, tan desfasada como decrépita, y entre
farsa y cuento, Un cerdo en Gaza es el segundo largometraje de Sylvain
Estibal, novelista, periodista en la Agencia France-Press y cineasta francés
nacido en Uruguay; una primera obra inteligente y muy original que mira de
frente algunos de los aspectos cotidianos de lo que llamamos desde hace sesenta
años “el conflicto palestino-israelí” y apuesta por el acercamiento entre los
pueblos, visto que las autoridades no saben resolverlo: “La película -ha dicho
Estibal- es sobre todo un grito de rabia cómica…Es el deseo de cambiar, de
restablecer el oxígeno para hacer reír a israelíes y palestinos, mostrar lo
absurdo de la situación al acercarse desde un ángulo humano y burlesco, pero no
agresivo, a sus hogares. Lo que quiero expresar es una revuelta contra las
representaciones anquilosadas”… La película une a los dos bandos en el rechazo
común a los cerdos. El cerdo se convierte en el barquero, el vínculo entre las
dos comunidades y el menor denominador común para que nazca un principio de
entendimiento. El cerdo vietnamita es de alguna manera mi paloma de la paz”.
El rostro del
pescador (Sasson Gabay, una estrella en Israel, nacido en Irak), con unos
rasgos medio orientales que lo mismo pueden ser musulmanes que judíos, acompaña
perfectamente la construcción de ese personaje naif que, dueño de un cerdo
inmenso y negro, intenta hacer un pacto con su dios para conseguir venderlo.
Pero no es el único personaje realmente excelente de esta parábola; le acompaña
una galería de actores perfectamente identificados con sus papeles, como el
funcionario alemán de Naciones Unidos que no entiende el balbuceo en inglés
macarrónico del pescador, el peluquero palestino, apasionado de la ópera y de
las canciones de los crooners americanos, o la mujer israelí que a través de
una reja compra el semen del animal y el “mártir” que no ha muerto en el
atentado que perpetró y firma autógrafos.
En resumen, tal y
como era el deseo manifiesto de su realizador, Un cerdo en Gaza –que se
estrena en los cines españoles el 8 de noviembre de 2013- es una película
“útil”.
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