“Por alguna razón misteriosa sabemos que la
Torre de Babel debió de ser una biblioteca (…) Jorge Luis Borges, con su
acostumbrada manera de llevar lo verosímil a extremos fantásticos, construyó su
propia Biblioteca de Babel…” que contiene todo el conocimiento posible: “la
historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el
catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles catálogos falsos, la demostración
de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el
comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la
relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas,
las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo
escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos
de Tácito…”
¿Coleccionamos
cosas para llenar un vacío? Coleccionamos por eso pero también por el placer de
la conquista y la sensualidad de la posesión, por un impulso que tiene que ver
con el caos y la memoria, así como con la consciencia de nuestra propia
mortalidad. En el libro El coleccionista apasionado. Una historia íntima, el
escritor y traductor alemán Philipp Blom “destila (…) los temas que subyacen a
esta pasión aparentemente tan inasible (…) y lo que aparece es el relato del
coleccionista como un novio maniático y delirantemente feliz, casado con sus
posesiones…hasta que la muerte los separe”. Para El filósofo Walter Benjamín,
para el coleccionista “el objeto poseído es la relación más íntima que se puede
tener con las cosas”.
Coleccionamos,
según gustos y posibilidades, sellos, monedas, postales, discos, entradas de
cine, billetes de metro, soldados de plomo, yo-yos, muñecas de porcelana y
Barbies, juguetes mecánicos, enanos de jardín, reliquias, muebles de estilo,
pintura de todos las tendencias y épocas, huevos de Fabergé, Harley’s Davidson,
automóviles de lujo, relojes de leontina, sombreros de copa y hasta humildes vasos
de plástico como “el hombrecillo” que, en 1997 y en el café Bräunerhof de
Viena, regaló a Philip Blom una historia que le ha servido para escribir el
último capítulo de un libro tan apasionante como el tema que trata porque nos
pone en contacto con alguna de nuestras pulsiones más esenciales, esa que por
motivos que van de lo estético al disfrute nos lleva a anhelar la posesión de
cosas y objetos con la misma pasión con que querríamos amar y disfrutar de otra
persona. De uno forma u otra, en la sociedad de consumo todos somos
coleccionistas, todos poseemos objetos-totem, sustituimos el amor por los
amores.
Freud
lo llamaría “trasferencia”.“En todo caso, esa pasión funciona realmente como
una pasión amorosa”, afirma el psiquiatra francés Michel Laxenaire, autor con
Jacqueline Verdeau-Paillès de La Folie à l'Opéra (Éd. Buchet-Chastel) y
que ha estudiado la psicología del coleccionista encontrando en él “la tensión
interna hacia un único objetivo, la inclinación exclusiva por una única
categoría de objetos, un verdadero desamparo interno en caso de pérdida de esos
objetos o del fracaso en conseguirlos”.
El
arte de coleccionar trasciende el valor material de los objetos, que se
trasfiguran por la magia del deseo del coleccionista. “Las vitrinas de los maniáticos
coleccionistas del Renacimiento estaban llenas de cuernos de rinoceronte con
incrustaciones de rubíes, mandíbulas de peces gigantes, aves embalsamadas de
colores insólitos y espléndidas conchas marinas…”. Los coleccionistas
renacentistas buscaban en la naturaleza la explicación de todos los fenómenos
humanos, incluso los anímicos; en realidad, sin saberlo estaban esperando y
anticipando la llegada de Darwin y la explicación final de la evolución de las
especies y la selección natural. Hasta entonces, “coleccionar fue una
prerrogativa de príncipes, cuyo interés se centraba en objetos que eran a la
vez bellos y valioso y reforzaban su riqueza y poder”. Tutankamón coleccionó
cerámicas y Amenhotep III esmaltes azules; los príncipes medievales de la iglesia
católica acumulaban reliquias en lujos recipientes, joyas y cuernos de
unicornio y otras criaturas legendarias.
Los
“gabinetes de curiosidades” fomentados en toda Europa desde el Renacimiento
hasta el siglo XIX, ancestros de los museos actuales, fueorn lugares privados,
y en ocasiones muy privados y envidia de sus semejantes, donde se exponían
objetos normalmente heteróclitos y sorprendentes. Allí podía haber medallas,
antigüedades procedentes de excavaciones, animales empalados, insectos disecados,
conchas, esqueletos de peces y reptiles, fósiles e incluso obras de arte y, en
los últimos años de su historia, toda suerte de juguetes e ingenios mecánicos y
autómatas, con especial atención a los relojes y brújulas. “En la actualidad,
los coleccionistas lo acumulan todo, desde Picassos hasta dispensadores de
caramelos Pez”.
Las
innovaciones técnicas que se producen a partir del siglo XVI, desde el
microscopio hasta la imprenta, el sistema bancario y sobre todo la construcción
naval y la navegación, “facilitaron el comercio en todo el planeta y trajeron a
Europa más mercancías y más baratas. Con imperios comerciales como el holandés
y el veneciano prosperó una riqueza sin precedentes, otro factor de importancia
para la floreciente cultura del coleccionismo”.
En
este recorrido por la pasión y la historia del coleccionismo, con especial
atención a la psicología del coleccionista concreto, Philipp Bloom nos lleva de
visita por la colección de reliquias de santos católicos del monarca español
Felipe II (quien también coleccionó mujeres, hasta cuatro, y amantes), “la
acumulación más asombrosa de toda la cristiandad”, que al final de su vida,
cuando murió revolcado en sus heces, comprendía “más de siete mil piezas,
incluidos diez cuerpos enteros, ciento cuarenta y cuatro cabezas, trescientos
brazos y piernas, así como los habituales fragmentos de la Vera Cruz y la
Corona de Espinas”, las gotas de leche de la virgen, los huesecillos de los
santos inocentes, etc. Nos cuenta que el zar Pedro el Grande incluyó en su
colección su de herramientas, curiosidades de la naturaleza y otros objetos,
piezas vivas como “Foma el Enano, con manos y pies como zarpas, y un
hermafrodita al que pagaba veinte rublos al año quien acabó escapando de la
compañía de piezas menos alegres, como el esqueleto de Nicholas Bourgeois”, un
gigante de dos metros que fue lacayo personal del monarca. El gabinete de
curiosidades del zar incluía también una colección de dientes que había
arrancado él mismo, quien además de un déspota reconocido creía ser un
excelente cirujano.
El
muestrario de curiosidades naturales de Federico II, último emperador del Sacro
Imperio que había heredado la pasión coleccionista de sus antepasados, tenía
como pieza estrella a Angelo Solimán “paje, soldado, compañero, cortesano y
tutor de una sucesión de príncipes… representado de pie… con un cinturón y una
corona de plumas de avestruz rojas, azules y blancas, en secuencia cambiante.
Los brazos y las piernas estaban decorados con una sarta de perlas de cristal
blanco y del cuello colgaba, hasta el pecho, un ancho collar trenzado
delicadamente con caracoles de porcelana…”. Solimán había nacido en lo que hoy
es Nigeria, esclavizado llegó al norte de Africa y luego a Messina, donde lo
pidió como regalo el nuevo gobernador austriaco de Lombardía, príncipe de
Lobkowitz. Con el tiempo acompañó a varios príncipes por todo el imperio,
aprendió hasta seis idiomas y entró en la logia masónica Zur Wahren Eintracht,
donde fue hermano de Mozart y Haydn. A su muerte, en1796, fue desollado por
orden del emperador y su pellejo colocado en un bastidor de madera con su
forma. Por lo visto, cincuenta años después quemaron su efigie “por hereje”,
costumbre muy extendida en los católicos territorios europeos de la época.
En
la época victoriana, en la Norteamérica en composición y en pleno mercantilismo
ya, apareció “una camada de coleccionistas que llegaron a dominar la primera
parte del siglo XX, hombres que avalaban con cheques en blanco las
adquisiciones de sus agentes en Europa y que desconfiaban de verdad si pagaban
una cifra inferior a seis dígitos por una obra de arte que desearan poseer. Fue
la época de los magnates”, de los Morgan, Hearst, Rockefeller, Carnegie…
“empeñados en dejar a Europa sin tesoros… esos grandes coleccionistas hacían
gala de un apetito feroz por todo lo antiguo; en la Tierra de la Libertad
ansiaban poseer la parafernalia de la vida de aquellos que habían amasado su
fortuna gracias al trabajo de siervos y esclavos”. A la cabeza de todos ellos
William Randolph Hearst, el “ciudadano Kane” de Orson Welles, y su obsesión por
hacer de su mansión de San Simeón – construida en un estilo que después se ha
llamado “bastardo-español-morisco-gótico-renacentista-mercado-de-toros-y
maldito-sea-lo-que-ha costado”- una stravaganza
nunca vista hasta entonces , “un mosaico de sus recuerdos, sus inspiraciones y
sus pertenencias (…) habitaciones góticas enteras, cielorrasos artesonados,
sillas de coro, revestimientos, escaleras, vidrieras de colores, sarcófagos,
tapices…”. Hearst, quien poseía además dos castillos y un apartamento de tres
pisos en el edificio Clarendon de Nueva York, “rebosantes de armaduras,
lienzos, tapices y esculturas”, dormía en una cama que fue del cardenal
Richelieu, subía en un ascensor que había sido antes confesonario, se lavaba en
la misma bañera que el presidente Wilson en la Casa Blanca, era dueño de un
imperio mediático, disponía de aeródromo privado, diez mil cabezas de ganado,
una granja lechera, otra de sementales purasangre y otra avícola, así como de
decenas de coches y un zoo particular.
El
abuelo de Philipp Blom era un bibliófilo holandés. Ese antecedente tiene algo
que ver con el hecho de que el escritor se haya metido en un proyecto tan ambicioso,
la historia del coleccionismo, a la vez íntima y universal, y lo culmine con la
colección por excelencia: la biblioteca, el lugar donde está resumido todo el
saber de la humanidad. Auténtico gabinete de curiosidades, el libro
termina recordando que el coleccionista , como el lector, «intenta convencerse
de que hay un estructura, de que las cosas pueden ordenarse y entenderse aun
cuando parezcan obedecer reglas ajenas o ninguna regla. La biblioteca, que es
“un espacio donde los libros se encuentran ordenados” (…) se convierte en una
historia por derecho propio (…) al menos allí los libros están en el estante
que les corresponde. Para Walter Benjamin, filósofo y bibliófilo alemán, este
principio era sumamente importante. Es posible que Benjamin fuese el cronista
más poético y exacto de su tiempo y un observador activo de las apasionadas
relaciones entre la gente y las cosas que constituye el coleccionismo (…)”.
Philipp Blom, nacido en Hamburgo en 1970, es periodista,
traductor, novelista e historiador. Escribe regularmente en la revista
Times Literary Suplement y el periódico Daily Telegraph, además de necrológicas
para el diario The Independent. Es autor de las obras históricas Encyclopedie:
El triunfo de la razón en tiempos irracionales, Gente peligrosa: el radicalismo
olvidado de la ilustración europea y Años
de vértigo, una historia cultural de 1900 a 1914 en Europa y Estados
Unidos, aparte de este Coleccionista apasionado (todas ellas en Anagrama), y de
las novelas cortas The Simmons Papers y Luxor.
Editoral:
ANAGRAMA, colección Argumentos
Traducción
de Daniel Najmías
Barcelona,
2013
ISBN:
9788433963581
376
páginas, 22,90 €.
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