Presentada en el último Festival de
Cannes en la sección Una cierta mirada, la película “Después de la tormenta”
(Umi yori nada Fukaru, cuya traducción literal sería “Aun más profundo que el
océano”, en referencia a una famosa canción japonesa) es la última película de
Kore-Eda Hirokazu, y su quinta participación en la más prestigiosa competición
cinematográfica, después de “Distance” (2001), “Nobody Knows” (2004), “Air
Doll” (2009), “De tal padre tal hijo” (2013) y “Nuestra pequeña hermana”
(2015).
La mayor parte del reparto, muy
conocido en Japón, repite con este director que examina con lupa el complicado
y melancólico universo familiar en un país donde todavía perviven antiguas
tradiciones y creencias en continuo enfrentamiento con la más moderna de las
civilizaciones, la de la revolución tecnológica.
Universo familiar y conflictos personales
constituyen la línea narrativa de “Después de la tormenta”. A pesar de un
prometedor inicio como escritor, Ryota acumula desilusión tras desilusión.
Divorciado de Kyoko, que ha encontrado otro compañero, y padre de Shingo, un
niño de 11 años, el poco dinero que gana procede de un trabajo de detective
privado; pero apenas lo consigue se lo gasta jugando, exactamente igual que
hacía su padre, y no puede pagar la pensión alimenticia del hijo. Mientras
Ryota está intentando recuperar la confianza de su madre y su ex mujer, un
tifón obliga a toda la familia a pasar una noche juntos.
Con los clásicos temas duros que
afectan a la mayor parte de las familias (la pérdida, el duelo, el peso de la
culpa, los dolores larvados, los fracasos de los padres y la solidaridad de los
hermanos) y que aparecen en todas las películas de Kore-eda Hirokazu, siempre
abordados de forma delicada y púdica, “Después de la tormenta” es una película
“muy japonesa” (sobria y minimalista), cargada de referencias a la infancia
donde , si se busca con interés, pueden encontrarse las raíces de casi todo. El
propio Hirokazu lo reconocía en una declaraciones de 2004 al diario Libéración:
“Incluso en las situaciones extremas, queda una parte de infancia irreductible:
el juego, el imaginario”.
Tierna y melancólica como toda la
producción del japonés, en esta ocasión lo que ofrece es el retrato de un loser,
un perdedor sublime que casi podría ser un personaje de Chejov, excéntrico e
inmaduro, que se pierde en una sucesión de conversaciones -con la madre, la
hermana, la ex mujer, el hijo- en medio de una existencia normal hecha de
comidas, paseos y promesas incumplidas. En la larga noche del tifón, todos
aprenderán a aceptar la única posibilidad que existe de continuidad.
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