(El 12
de marzo de 2012, Crónica Popular publicó el
artículo al que anteceden estas líneas, criticando lo que entonces acababa de
anunciar el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, como proyecto de ley,
así como sus palabras justificando la reforma de la vigente ley. Desde
entonces, Ruiz-Gallardón no se ha movido un ápìce de su postura inicial. Por
ello, todo lo escrito en aquellas fechas mantiene hoy el mismo vigor de
denuncia de una reforma que ha provocado incluso el rechazo en las propias
filas del PP).
Hubo
un tiempo muy largo en la Historia de España en que el cuerpo de la mujer era
propiedad de distintos hombres: el padre, los hermanos, los tíos, los primos y
hasta los hijos, incluso menores; todos hombres (sigue ocurriendo en otros
lugares como Irán, Pakistán, zonas de India y algunos puntos del Oriente
Próximo y Africa). Hubo un tiempo en que los hombres usaban el cuerpo de la
mujer, lo tocaban, lo manipulaban, lo violaban, dejaban en él su esperma y el
resultado era algo que la mujer debía incorporar a su vida le gustara o no, le
viniera bien o mal, incluso aunque se la destrozara. La mujer era una cosa
nacida para procrear (con el apoyo de todas las religiones monoteístas), un
pedazo de carne con agujero, sin alma (ahora parece que ésto es sólo un rumor
que ha recorrido las enciclopedias), lo que equivaldría a decir sin espíritu
para los ateos, sin derechos, sin nada. Nada de nada. Un adorno en el mejor de
los casos, el florero que reivindicaba no ser Bernadette Chirac, la esposa del
ex presidente francés, en una inauguración donde nadie le hacía caso.
Estoy
casi segura de que Alberto Ruiz Gallardón, ahora Ministro de Justicia pero hace
años simple vecino de Alonso Martínez y las Salesas lo mismo que yo, ha tenido
alguna prima, compañera de universidad o amiga de la infancia que se vio obligada
a abortar, porque casi nunca el aborto es algo que se hace queriendo; pero
tampoco es un fracaso, como reivindicaba no hace mucho la pija de la señora
Aguirre. No es más que la mejor de las soluciones para un error antes de que se
convierta en irreparable.
Estoy
segura de que el hoy Ministro de Justicia (¿qué justicia?) sabe perfectamente
cuán injusto es obligar a adolescentes, mujeres jóvenes y adultas, a asumir las
consecuencias indeseadas de un calentón, unas hormonas dislocadas e incluso un
acto de amor. También entra dentro de la normalidad, señor ministro, querer a
una persona del otro sexo, hacer incansablemente el amor, hacer al amor, fare
all’amore que dicen los italianos, y no desear que el resultado sea un
hijo.
Estoy
segura de que el ministro Gallardón sabe que incurre en falacia cuando dice
esas perogrulladas de que la violencia estructural, el miedo a perder un
trabajo o a que no le den los papeles a una emigrante, es una “presión” que
induce a abortar. Claro que hay “violencia estructural”, y usted lo sabe
ministro, pero es la que genera la estructura familiar nacionalcatólica donde
gracias a tipos como usted, con derecho a hacer leyes, el macho sigue dictando
las normas, ignorando, pegando, maltratando e incluso matando a su compañera o
su hija. Violencia estructural que lleva a muchas mujeres al cementerio años
antes de lo que estaba escrito en la página de su destino.
Menos
cuento, ministro. Con cinco millones de parados oficiales y un aumento
exponencial de familias desahuciadas y personas sin techo, vaya usted a
contarle a una embarazada en esas condiciones que el Estado, la Comunidad, el
Ayuntamiento, le van a facilitar la vida a cambio de que no aborte: por lo
visto usted cree, y en fin de cuentas allá usted con sus creencias pero lo peor
es quiere que creamos los demás, que para criar a un ser niño bastan un bonobús
y la visita de un asistente social. Suscribo todas y cada una de las palabras
de la periodistas Cristina Fallarás (despedida del gratuito ADN en el
octavo mes de embarazo), quien escribió en su blog: “Efectivamente, señor
Gallardón, existe una violencia estructural cuyo puñetazo yo recibo (…)
por el simple hecho de que usted quiera intervenir en esa decisión partiendo de
la base de que es una desgracia que usted, varón, rico, católico y con un
futuro asegurado, puede solucionar. Ni desgracia ni solución son los términos.
La violencia estructural que sí, que existe, no está dirigida contra la
maternidad (oh, derecho divino), sino contra la capacidad de las mujeres, que
es al fin y al cabo a quienes incumbe lo que usted declara, para tomar sus
propias decisiones según les vengan dadas”.
Pedir
que las mujeres sean quienes decidan qué hacer con su cuerpo no es cosa de
izquierdas, ni mucho menos una cuestión banal, como parece que piensan los
redactores de los informativos de Tele 5 (Berlusconi, corruptor de
menores) que en su línea habitual de frivolizarlo todo, en marzo de 2012 se
atrevían a decir que el ministro “solivianta a la izquierda con sus palabras
sobre el aborto”. Pedir que la decisión de abortar, y cuando hacerlo (nadie
más que la pija de Aguirre, que cada vez recuerda más a las marquesas de
Mingote, habla de abortar a los ocho meses), corresponda tomarla a la
embarazada no es ni de izquierda ni de derechas, es de justicia; evidentemente,
no de la justicia de Gallardón, sino de la universal, la del siglo XXI
civilizado.
De
todas maneras, y como parece que aquí nadie se ha equivocado nunca, nadie ha
roto un plato en su vida, como parece que la derecha española –ortodoxa
fundamentalista católica y de las Jons- está empeñada en que creamos que no
tiene ni puñetera idea de lo que es un aborto clandestino (que es la condena
que quiere añadir el ministro al mal trago de tener que abortar), me veo en la
obligación de contárselo para que ya no pueda volver a decir nunca que ignora
lo que van a tener que pasar sus hijas y sus nietas en el peor de los casos (en
el mejor, conseguirán dinero para viajar a Londres o Amsterdam y pagarse allí un
aborto en condiciones. Estoy dispuesta a facilitar direcciones).
Un
aborto clandestino, señor Gallardón, Aguirre, pandilla de curas resbalosos de
la Conferencia Episcopal y señores, señoras y señorías del conservadurismo más
recalcitrante, es una mujer asustada, asustadísima (acompañada de una amiga
igual de asustada y, a veces pero pocas, de un novio, marido o lo que sea,
blanco como el papel de liar maría y respirando entrecortadamente), que entra
en un portal a veces siniestro, a veces incluso lujoso en la Milla de Oro, sube
las escaleras temblando y pasa a una habitación que no reúne ni las más mínimas
condiciones de higiene y asepsia. Allí, encima de una mesa tapada con una
sábana, primero le pedirán el dinero de la intervención, después le darán una
pastilla tranquilizante, la desnudarán de la cintura para abajo y alguien que
puede ser un técnico sanitario, o no, manipulará dentro de su cuerpo con un
instrumental que el resto del tiempo permanece escondido entre un ramo de
flores, o en el doble fondo de algún cajón. Mientras tanto, sonará una música
estridente para que si los vecinos protestan por algo sea por los berridos del
rockero y no por los de la mujer que está abortando. Luego la ayudarán a
vestirse, la sentarán quince minutos en una salita, le darán un par de
analgésicos contundentes y la enviarán a casa con la recomendación de olvidarse
para siempre del lugar donde ha estado.
Eso
es un aborto clandestino, señor Gallardón. Eso es lo que usted quiere para sus
amigas, las amigas de sus hijos y las hijas de sus amigos. Eso es lo que usted
firma al modificar una ley que, sin ser la mejor, nos ha ayudado a salir del
trance durante treinta años. Ni sus amigas, ni las amigas de sus hijos, ni las
hijas de sus amigos se lo van a perdonar nunca.
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