Hubo
un tiempo en que Manu Leguineche y yo éramos amigos. Eran los últimos años de
la década de 1960 cuando yo, desde Londres, enviaba balbuceantes crónicas a la
revista Tele Guía, que Manu dirigía. Poco después, en Madrid, la revista ya no
se llamaba Tele Guía sino Mundo Joven, su director no era Manu sino Jesús
Picatoste, yo ya no era “corresponsal en Londres” sino chica para todo en la
publicación que “descubrió” a los Beatles y a los Stones, a Serrat y Lluis
Llach, los clubs de fans, los festivales internacionales, los comics, la moda
londinense de Biba y las discotecas y los disc jockeys (hasta entonces solo
había “boites” y salas de bailes, ambas con orquestina en directo). Manu había
decidido irse a ver el mundo, a mirar lo que pasaba en las guerras, a descubrir
como vivía la gente del otro lado del mapa, pero mantenía una especie de
apadrinamiento de honor sobre una revista en cuyo nacimiento había tomado parte
y que, a pesar de lo que pueda parecer, era cualquier cosa menos frívola.
Aunque
éramos más o menos de la misma quinta, él ya había estado en la guerra de
Vietnam y ya había regresado tras vivir su apocalypse
now particular, después de contar los horrores que había visto y presenciar
la muerte del fotógrafo alemán que le acompañaba y era su amigo. Después, Manu
viajaría a otras guerras y otros lugares, viajaría siempre −“viajar para ser
humilde, para conocerte y conocer a los demás”−, y de vez en cuando regresaría
a sus cosas, a su piso de Ríos Rosas (tan soltero impenitente como viajero
empedernido) revuelto y acogedor, lugar obligado de cita cada noche cuando,
terminado el trabajo en la revista, quedábamos para ver qué hacíamos (y
hacíamos lo de siempre, tomar algo y recalar en J&J), como si nunca hubiera
que madrugar, como si la noche estuviera inventada para charlar
interminablemente y nosotros destinados a arreglar el mundo.
Franco
estaba bien vivo todavía, nosotros éramos increíblemente jóvenes y guapos,
nuestra incipiente y variopinta militancia era una especie de nebulosa en la
que se mezclaban sociólogos estadounidenses, películas francesas, “peceros”
conocidos en las aulas y los bares y las experiencias de Manu, periodista
vocacional como ningún otro que empezaba también a llamarse escritor,
corresponsal de guerra muy cerca de los ancestros que narraron la de Africa y
de los periodistas americanos que, desde bombardeados cuartos de hotel de
Madrid y Valencia, habían contado al mundo la guerra civil española.
En
aquel tiempo tan feliz en el recuerdo coincidíamos prácticamente a diario en
casa de Manu, o después en J&J, Román Orozco, Picatoste, Nativel Preciado,
Juan Carlos Eguillor, Pilar Miró, Pilar Cernuda, Iñigo, Sol Alameda y unas
primas suyas guapísimas que eran azafatas…a veces venía Emma Cohen, dedicada entonces
a la conquista del cine de la meseta (después de haber conquistado a Joan
Manuel y los habituales del Bocaccio barcelonés), lo que consiguió con mucha
suerte llevándose a casa al cascarrabias de Fernando Fernán-Gómez, y alguna
gente más.
Entonces,
y después siempre que nos encontrábamos, Manu me hablaba de Oriana Fallaci, uno
de sus escasos mitos, uno de los pocos espejos en que le gustaba verse
reflejado; me hablaba de Oriana porque ambos la habíamos conocido, me
mencionaba en uno de sus primeros libros y a Manu le gustaba que fuera
precisamente yo quien figurara en aquellas páginas.
Más
tarde –para entonces ya sólo nos veíamos cuando coincidía que Manu estuviera en
Madrid y los dos en algún evento o cita de amigos- Manu acudió a otras guerras
con su chaleco salvavidas, escribió montones de libros, siempre contando lo que
veía por el mundo, siempre con la visión del “aldeano de Belendiz” que presumía
ser, el aldeano vasco, hermético y socarrón, “solitario y tímido al que le
encanta la tranquilidad, el silencio, la relación con lo rural. El campo libera
y acerca a las personas. Es la felicidad de la tierra”.
Lo
de la felicidad del campo lo descubrió más tarde. Cuando ya había dado varias
veces la vuelta al mundo, había dirigido varias empresas periodísticas, había
escrito un par de decenas de libros y había conseguido todos los premios
periodísticos que existen. Su campo estaba cerca de Madrid, en un caserón de un
pueblo de Guadalajara desde donde el círculo de sus más íntimos traía en los
últimos años noticias de un Manu más vulnerable, tocado por la maldita
enfermedad que le estaba privando poco a poco de algunos de los sentidos
físicos pero ni un gramo de los intelectuales, y al que seguía gustando comer y
beber bien, jugar al mus, asistir a partidos del Athletic (aunque fuera por
televisión) y, sobre todo, participar en interminables charlas con amigos,
exactamente igual que en los comienzos, hace cincuenta años, cuando su timidez
le impedía imaginar siquiera que llegaría a ser el “jefe de la tribu”, el
ejemplo y maestro de varias generaciones de periodistas vocacionales, un gran
tipo de esos que no salen ni uno en una promoción; de esos que desde el
principio saben, con Machado, que el camino “se hace al andar”, el sueño se
colma al viajar –“Viajo para pasear un sueño, escapar de rutinas y agobios”- y
el periodismo consiste en ser fundamentalmente honesto, contar los hechos
añadiéndoles la menor cantidad de literatura y fantasía posible (por “bonito”
que hagan el relato) y mantener el equilibrio de la independencia al precio que
sea.
Manu,
te quiero.
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Manu Leguineche ha
sido un ejemplo envidiable de periodista todoterreno; ha escrito de deporte, de
mus, de personalidades, hechos históricos, lugares, guerras… Entre sus libros
publicados: ‘La ley del mus’ (1992), ‘Los años de la infamia: crónica de la II
Guerra Mundial’ (1995), ‘Adiós, Hong-Kong’ (1996), ‘Annual, 1921’ (1997), ‘Yo
pondré la guerra’ (1998), ‘Apocalipsis Mao: una visión de la nueva China’
(1999), ‘La felicidad de la tierra’ (1999), ‘Hotel Nirvana’ (2001), ‘Recordad
Pearl Harbou’r (2001), ‘Gibraltar’ (2002), ‘Los ojos de la guerra’ (2002),
‘Madrid de menú’ (2002), ‘Madre Volga’ (Seix Barral, 2003), ‘El último
explorador’ (Seix Barral, 2004), ‘El viaje prodigioso’ (2005) y ‘El club de los
faltos de cariño’ (2007).
Algunas de las
recompensas que ha recibido en su dilatada carrera han sido el Premio Nacional
de Periodismo, el Pluma de Oro, el Cirilo Rodríguez, Premio Javier Bueno de la
Asociación de la Prensa de Madrid (APM), Premio Rodríguez Santamaría -ahora
Premio APM de Honor-, Premio FAPE de Periodismo, Medalla de la Orden al Mérito
Constitucional, Premios Julio Camba, Luca de Tena, Ortega y Gasset y el Premio
Periodistas Vascos.
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