domingo, 24 de marzo de 2013

Lo que yo llamo olvido, para leer con la respiración en suspenso



y lo que ha dicho el fiscal es que un hombre no debe morir por tan poca cosa, que es injusto morir por una lata de cerveza…”.

Una frase, una sola y única frase que se extiende a lo largo de las 58 página de esta peculiar novela titulada Lo que yo llamo olvido, escrita por una de las voces más originales y auténticas de la más puntera literatura francesa. Una única frase que es como una ola invasora que nos sumerge sin haberla visto venir, para dar convertir en un relato de ficción la historia de Michaël Blaise, martinicano de 25 años, al que el 29 de diciembre de 2009 mataron a golpes cuatro vigilantes de un supermercado de Lyon bajo el ojo vigilante de una cámara que lo grabó todo. Michaël, como nuestro protagonista sin nombre, había cogido una lata de cerveza de una estantería y se la había bebido sin poder llegar a suponer, ni remotamente, que aquel gesto le valdría salir del centro comercial en una camilla, con la cara cubierta, camino de la morgue.

Había entrado en el establecimiento sin una meta, anduvo deambulando un poco por los pasillos hasta que decidió dirigirse a la zona de bebidas. Cogió una lata de cerveza “de las de abajo, las menos caras, en un acto reflejo porque nunca llevaba dinero para pagarlas”, tiró de la anilla y se la bebió. “No sé en qué pensaba al apagar su sed. Por el contrario estoy seguro de que entre el momento en que entró en el supermercado y de su detención por los vigilantes, ni él ni nadie habría podido imaginar que no saldría nunca”.

Mauvignier se ha comprometido hasta el tuétano con un suceso que se presentaría como ordinario, incluso banal si su protagonista no hubiera perdido la vida, y ha prestado su voz a un desconocido, carece de importancia saber de quien se trata pero en todo caso no es un testigo neutral, es alguien que conoció a la víctima y que en un sola frase intenta explicar al hermano del muerto , y de paso al lector, lo que pudo ocurrir en un relato entrecortado que camina atrás y adelante como acostumbra a hacerlo la vida, pasando del “yo” al “él”, hasta trazar un dibujo casi completo de aquel torturado anónimo “ justo hasta el momento en que no le quedará más que la desnudez y el frío tumbado en un colchón de hierro o de acero inoxidable, y también,  prendida a un dedo del pie, una etiqueta con su nombre, un número”.

Una frase, una única frase, sin mayúscula inicial y sin punto final, una escritura que únicamente se sirve de las comas y evita magistralmente los puntos, una frase que se mueve en espiral a lo largo del relato ampliando el radio de la descripción, aumentando la visión del suceso hasta convertirlo en esa imagen que se hace definitivamente nítida cuando se le aplica la lupa del desmenuzamiento de los hechos, cuando como en el mejor periodismo ya casi periclitado la narración responde a las seis preguntas fundamentales que debe contestar la descripción de la noticia; sin interpretaciones,  con la mayor objetividad de que es capaz el escritor, los hechos descarnados son suficientes para mover al lector a la indignación y la compasión. Desafortunadamente, la sociedad que nos ha tocado en suerte se ha vuelto casi insensible a los detalles, nos hemos  acostumbrado a pasar corriendo junto a los mendigos, los sin techo, los emigrantes sin papeles, los maltratados por la vida, los maltratados también por la fuerza, el estado, la policía y los vigilantes privados; una sociedad en la cual “la muerte no es el acontecimiento más triste de mi vida” porque lo que es triste “en mi vida es este mundo con seguratas y gentes que se ignoran en sus vidas muertas como esta palidez, esta muerte constante de cada día”. Y, como testimonio, esas palabras de un fiscal asegurando que un hombre nunca debería morir por tan poco.

“Cada vez que abrimos un libro de Laurent Mauvignier parece que la desgracia del mundo hincha sus páginas –leo en el comentario de un lector apasionado-. Pero Mauvugnier no es un cocker triste encargado de anunciar las malas noticias, es un escritor. Toda su obra demuestra que la compasión no necesita del melodrama, que el duelo no es un consuelo ni el dolor una renta; que el silencio es un grito”. Porque en el libro la víctima no pronuncia una sola palabra, es su silencio el que recorre las páginas, el que explica que no debería morir ahora y que “con la muerte se termina el miedo a morir”. En este caso la muerte no forma parte de la vida como es habitual, la muerte es un hecho diferenciado, inesperado, bastante insólito y desde luego injustificado e injusto, que hace que la vida pueda escaparse bruscamente cuando momentos antes todavía podíamos tocar, sentir, ver todo lo que teníamos alrededor. El fiscal lo ha entendido: “un hombre no debe morir por tan poca cosa, es injusto morir por una lata de cerveza”. Aunque el fiscal, lo mismo que los periodistas, pretenderán comprender lo que ha pasado intentando circunscribir a la víctima en una categoría: sin techo, ladrón, vagabundo, con antecedentes, rebelde…, una categoría que pueda justificar la muerte violenta, darle un sentido, normalizarla; en una palabra, intentarán convertir la realidad en un “reality”, para adecuarla a las normas en vigor.

Escribir sobre esta absurda desaparición es, de alguna manera, una forma decir “yo me acuerdo, me acuerdo de ese drama, me acuerdo de ese hombre y sobre todo me acuerdo del valor de una vida, cualquiera que sea. Es luchar contra la pequeña muerte cotidiana”. Lo que ha hecho Laurent Mauvignier escribiendo Lo que yo llamo olvido y resucitando a ese chico que  deambulaba frecuentemente por las calles cercanas a Montparnasse, arrastrándose desde por la mañana en un vagabundeo errático salpicado de relaciones sexuales con hombres y mujeres, es también un loable ejercicio de memoria colectiva y al final “ una historia indignante evocada en una única frase que discurre sin principio ni final como la vida que continúa a pesar del aislamiento, el rechazo, la injusticia y la muerte”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario