martes, 12 de marzo de 2013

Días de pesca en Patagonia, encuentros, desencuentros y gestos en la Argentina del fin del mundo



Marco es un viajante de comercio de 52 años, exalcohólico, que decide intentar cambiar el rumbo de su vida después de una cura para desintoxicarse. El médico le sugiere que elija un hobby, y se decide por la pesca. Con ese objetivo viaja a Puerto Deseado, en la temporada de pesca del tiburón, pero también en busca de Ana, su hija, de quien no supo nada durante años. De esa búsqueda, y de éxitos y fracasos, trata Días de Pesca en Patagonia, sexta película del argentino Carlos Sorín –quien anteriormente conoció momentos de triunfo en Venecia y San Sebastían- que confirma que es un director con talento y que llega a las pantallas españolas el 15 de marzo de 2013.


Película hermosa y divertida. Historia simple hecha de situaciones cotidianas, narración de cosas sencillas, más que explícitas sugeridas, road movie, que es lo que toca hacer cuando uno decide rodar en Patagonia- de cosas que le ocurren, o le pueden ocurrir al común de los mortales y que enlaza perfectamente con lo que el mismo realizador contó hace diez años en su obra Historias mínimas, definición que ha quedado incorporada al lenguaje cinematográfico argentino para designar, fundamentalmente, el cine opuesto a las grandes producción de Hollywood, plagadas de efectos especiales y fantasías.

“Un regreso –escribe Juan Pablo Cinelli en el diario argentino Página 12- que no solo es geográfico, en tanto vuelve a utilizar la Patagonia como escenario, sino a sus fuentes estéticas…Cuento y geografía parecen espejarse: una narración cálida y despojada, en la que conviven personajes y relatos de lo más peculiares, como si el mismo viento patagónico los hubiera amontonado en la pantalla”.

“La Patagonia –confiesa el realizador- con su inmensidad, sus paisajes extremadamente claros, desnudos, permite concentrarse sobre los personajes, no solo de una manera física sino también conceptual. El cine revela lo que se esconde a través de los silencios y las miradas; es el digno heredero de la tradición pictórica de los retratistas… Yo creo más en los gestos que en los textos”.

Los gestos, en esta película, los pone un actor magnífico, Alejandro Awada, quien consigue que el conflicto de la historia del exalcohólico de origen italiano Marco Tucci, en busca no solo de la serenidad perdida con la enfermedad sino también de una hija (Victoria Almeida) de la que no se preocupó cuando más le necesitaba, parezca en ocasiones más un documental que una historia de ficción. “Los italianos llegaron a Argentina de Calabria y Campania a finales del siglo XIX y estructuraron la música, la literatura, la manera de hablar y de comer. Hoy, personas como Marco que pertenecen a la cuarta generación, siguen conservando algunas tradiciones”. Como cantar ópera, lo que hace bastante regular (Che gélida manina…,Puccini) aunque poniendo toda su pasión.

Carlos Sorin tiene también referencias culturales rusas –sus abuelos eran de Odessa- , lo que se hace evidentes en su tratamiento de las grandes extensiones y la presencia subliminal de Chejov (su autor preferido) “sobre todo, en ese héroe de grandes ojos tristes y sonrisa conquistadora (se diría un héroe burlesco del mudo) que se va a Patagonia a intentar pescar tiburones” (Pierre Murat- Télérama).

Como en tantos excelentes relatos rusos, al protagonista de la película las cosas no le salen bien: en el barco se marea, el primer encuentro con su hija es desastroso, pero no se desanima: en la pequeña ciudad de nombre más que sugestivo, Puerto Deseado, donde todo parece permanecer inmóvil en medio de ninguna parte, conoce a gente que nunca habría encontrado en ningún otro lugar –unos risueños jóvenes colombianos que viajan por el placer de conocer lugares insospechados, un entrenador de boxeo y su pupila que se desplazan hasta el culo del mundo para enfrentarse en el ring a una boliviana chiquita pero matona, los muy sui generis médicos del hospital local donde el paciente puede quedarse “hasta que se necesite la cama”, el patrón del barco pesquero, a  mitad de camino entre Hemingway y su personaje de El viejo y el mar…- y en una juguetería encuentra un perro de peluche que canta rock agitando las orejas.

“Las películas –resume el autor en clara referencia a Julio Cortázar, uno de los grandes, inmensos, de la literatura argentina del siglo XX- no ocurren en la pantalla sino en la mente del espectador. Es éste quien con su sensibilidad y su experiencia completa el film que, en realidad, es solo un modelo para armar”.


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