“A
pesar de que este viaje a Tahití sea un éxito tanto fílmico como pictório, sin
embargo hay que lamentar la escasa presencia de una obra colosal relegada a telón de fondo, cuando podría haber servido de
elegante conclusión”
(Rolling Stone).
Efectivamente,
apenas tres o cuatro cuadros y media docena de esbozos aparecen en esta
biografía de los primeros dieciocho meses que Gauguin vivió en Tahití, en
pésimas condiciones económicas y enfermo hasta el punto de que fue repatriado
por el estado francés, y su no está claro
si amor, aunque seguro empecinamiento en la joven nativa Tehura. Ya
sabemos que un tiempo después regresó a la Polinesia, esta vez a Marquesas,
donde acabó sus días, siempre en la pobreza, y donde los turistas visitan su
tumba.
El drama, me
atrevería a llamarlo dramón, del postimpresionista Gauguin quien, ante la mala
acogida de su obra en París, decide abandonar a sus compañeros del París
bohemio y del Salón de Artistas Pintores, heredero del creado en el siglo XVII
por el ministro Colbert para el Rey Sol, y viajar a Polinesia, en esta ocasión
a Tahití, en búsqueda de inspiración y de algo más que quizá era el gusto de
vivir. Quiere pintar
en un entorno salvaje, lejos de los códigos morales, políticos y estéticos de
la Europa civilizada y de la pintura clásica. Durante año y medio vive en la
aldea de Mataiera, se adentra en la jungla y conoce la soledad, la pobreza y la
enfermedad. Y también a Tehura, la joven de 13 años que se convertiría en fugaz
compañera de cama y modelo de sus obras más memorables. Atrás
deja una esposa danesa, que se niega a seguirle en la aventura, cinco hijos y
decenas de cuadros que teóricamente deberían servir a la familia para tirar
adelante.
El propio Gauguin
contó este viaje de 1891 en el relato “Noa Noa” (editado en Francia en 1901), y
en él se ha basado el realizador Edouard
Deluc (“¿Dónde está Kim Basinger?”, “Boda en Mendoza”) para esta especie de
biopic modelo reducido que protagoniza Vincent Cassel (“Mi amor”, “Solo el fin
del mundo”), al que secundan la debutante tahitiana Tuheï Adams y el francés
Malik Zidi (“Marie Curie”, “Objetivo París”). “Es una aventura increíblemente poética, sobre los misterios de la
creación, el amor por tierras lejanas, la dedicación absoluta al arte, la
necesidad para crear una obra. –ha
explicado el director- Pero también es una historia sobre el amor y la
libertad···”.
Muy acertadamente
definido por algún crítico (cuyo nombre no recuerdo) como “epopeya sensorial”,
la película “Gauguin, viaje a Tahití”, que decepcionará a quienes esperen ver
el grueso de su obra en la pantalla, es un paseo poético y hedonista por la selva y por el cuerpo y el ánimo de un artista genial,
precursor como otro contemporáneos suyos del
arte contemporáneo. Durante aquellos dieciocho meses Gauguin dibujó y
pintó sobre todo a Tehura, modelo de mujer entregada, pero también trabajó para
comer, pescando y descargando en los muelles.
Pero, dicho lo
anterior, la película llega difícilmente al espectador, que se pierde en la
naturaleza exuberante. Quizá un poco más de contexto, relativo a la época y al
arte, ayudarían a meterse en la piel del artista que el guión ha relegado para
destacar al hombre; un hombre de escasas palabras y silencios prolongados que
le dejan casi en éxtasis, celoso de otro más joven hasta el punto de encerrar a
la mujer con llave, una figura histórica trágica que Vincent Cassel interpreta
con barba enmarañada y largos cabellos sucios, pero igualmente con convicción y
maestría. También, como me ha recordado el comentario de una internauta, se
echa en falta algo más de “verdad” sobre el hombre imperfecto como todos que
fue Gauguin, sus dos uniones con nativas polinesias menores (la segunda, Vaeho,
de 14 años) y recordar que el genio padecía sífilis y no diabetes como se
menciona de pasada.
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