Parece
que lo normal es que las bajas presiones gallegas sean las culpables de ese
cielo gris que va soltando calabobos. Así que la predicción de altas presiones
equivale a la promesa de un cielo despejado, leo en la introducción a la reseña
de la película Las altas presiones en la página de alguien que sabe de qué
habla, porque habla desde justamente desde Galicia donde, no sé si por hacer
patria, o por convicción, ha gustado bastante esta historia localizada en
Pontevedra y realizada por Angel Santos, un crítico que ha dado el salto al
otro lado de la cámara (Dos fragmentos/Eva, y anteriormente el corto
Septiembre).
Andrés
Gertrúdix (La herida, Buenas noches, Los días de gloria), un actor madrileño
pasado por Hollywood, encarna a un joven treintañero desencantado que, tras
vivir varios años en Madrid, regresa a su Galicia natal para cumplir con el
encargo de grabar localizaciones para una productora de cine. A su alrededor,
como en su interior, todo es vacío. Encontrará viejos amigos y recorrerá los
lugares donde se crió, pero nada parecido a un hogar; la crisis también ha
pasado por allí y donde antes se reía y jugaba ahora hay un mundo de casas en
ruinas, fábricas abandonadas, parajes desolados.
En
casa de unos conocidos conoce a Alicia, una enfermera que a diferencia de los
demás no bebe hasta caerse y se levanta temprano. “Alicia le apaciguará y dará
una nueva razón por la que amar esta tierra”. Hasta aquí lo que yo he visto en
la película; según algunos medios también hay que considerar que “Miguel acaba
de pasar por un desengaño amoroso y mantiene una relación secreta con su jefa
fuera del entorno laboral. Además, acaba de escribir el guión para una
película. Aunque su jefa no está interesada en la historia propuesta por
Miguel, le encarga el viaje a Pontevedra para tomar imágenes de las
localizaciones de una nueva película”. Puede que esta parte estuviera en la
cabeza de Santos –director y guionista- pero yo no lo he visto en la película.
En
cualquier caso, Las altas presiones es una historia llena de recuerdos en la
que predominan la nostalgia, el deseo de dar marcha atrás en el tiempo, la
decepción, la frustración e incluso el miedo con la que –aseguran- “el
realizador construye un retrato íntimo de una serie de individuos que
representan el sentir de toda una generación”. No estoy tan segura; lo que sí
ha dicho el realizador es que quería construir una historia “desde la familiaridad”
y eso lo ha conseguido.
Esa
generación –que en este caso tiene como fondo el centro histórico de Pontevedra,
la devastada industria que se asentaba en su periferia y el río que busca la
salida al Atlántico- no es, como podría parecer por las reseñas leídas, la
generación incomunicada (modelo Antonioni) ni permanentemente angustiada (tipo
Bergman) sino, por el contrario, la generación que ha inventado una soledad en
permanente comunicación con el mundo entero, aterrorizada ante la idea del
futuro robado: "Se nos ha prometido mucho, –ha declarado Gertrudix, el
actor protagonista convirtiéndose en su portavoz- hemos tenido muchos sueños,
hemos estudiado, nos hemos preparado y cuando ha llegado el momento de decidir
qué hacer con nuestras vidas, nos hemos sentido castrados y frustrados”.
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