“Es una profecía cumplida”.
Esta frase,
una de las últimas pronunciadas por el reportero de guerra Jeremy Scahill en el
excelente largometraje documental Guerras sucias (Dirty Wars), dirigido por
Rick Rowley, que se estrena el 18 de octubre de 2013 en los cines españoles,
resume perfectamente la tesis de esta película: el gobierno, los gobiernos, de
Estados Unidos primero crean al enemigo, luego lo incluyen en las listas negras
de personas que deben morir y después envían a su hasta hace muy poco secreto
Comando de Operaciones Especiales (Joint
special operation command, Jsoc) a darle caza y matarlo: el caso de
Osama Ben Laden, criado a los pechos de la madre América, es emblemático; pero
no el único. Otras personas, iluminadas o no, en otros puntos del planeta y
muchas veces con la única acusación de “hablar mal de Estados Unidos” (derecho
que asiste a cualquier ciudadano, de cualquier nacionalidad, dentro de sus
prerrogativas universales en materia de libertad de expresión), han sido
premeditadamente asesinadas en enfrentamientos cuerpo a cuerpo, bombardeos y
ataques con misiles y drones, dejando a su alrededor una estela de “víctimas
colaterales” que ni eran objetivos, ni tenían nada que ver con la caza al
terrorista de los dos últimos gobiernos USA; su única culpa fue encontrarse en
el lugar equivocado en el momento preciso… en que la Casa Blanca decidió que
había llegado el momento de enviar al otro mundo a cualquiera de sus
particulares “brujas”.
Las Guerras
sucias de las que hablamos son las sucias guerras de Obama, quien lejos de
cumplir su promesa de terminar cuanto antes con los conflictos iniciados por su
antecesor Bush ha convertido el mundo “en un campo de batalla”, subtítulo éste
del libro escrito por Scahill y publicado en mayo de 2013 por la editorial del
periódico The Nation, Nation Books, pocos días antes del estreno del documental
(que anteriormente levantó de las butacas a los asistentes al alternativo
Festival de Sundance, donde consiguió el Premio a la Mejor Fotografía). Libro y
documental son prácticamente prolongación uno de otro.
De las
guerras sucias anteriores, las de George W. Bush, de su cinismo y de las
abusivas prácticas militares de Estados Unidos, se encargaron otros cineastas,
como Brian de Palma con la película “Redacted, o Michael Moore con “Farenheit
9/11), por citar a algunos. ¿Qué distingue a la película de hoy? Probablemente
lo más destacable sea el empeño de los autores por demostrar que los atropellos
y las misiones secretas lejos de haber terminado, como prometió Obama el 23 de
mayo de 2013 en un discurso solemne, siguen contribuyendo a generar cada vez
más enemigos de Estados Unidos: “Al cabo de años cubriendo estos conflictos
-confiesa Scahill- he terminado por pensar que con esas operaciones dirigidas
(contra personas concretas…) son más los enemigos nuevos que nos hacemos que
los terroristas que matamos”.
Jeremy
Scahill, gran reportero internacional anteriormente autor del bestseller
internacional Blackwater (publicado en España por Planeta en 2012), se interna
en los entresijos de las guerras encubiertas iniciadas por Estados Unidos, de
Afganistán a Yemén y de Kenia a Somalia, en lo que se ha convertido con el
tiempo en una “externalización” de conflictos que, en algunos casos, deja el
trabajo sucio en manos de los responsables locales: en Somalia, por ejemplo, de
muchas de las ejecuciones de supuestos terroristas se encargan antiguos señores
de la guerra, que enseñan su rostro en una película que desafía los límites
entre el documental y la ficción, reconvertidos en lacayos del imperio.
Durante 86
minutos, Guerras sucias escenifica el lado más tenebroso de las guerras, los
ataques del ejército estadounidense contra civiles afganos y niños yemeníes, la
eliminación del imán de origen yemení y nacionalidad estadounidense Anwar
Al-Aulaqi y de su hijo de 16 años, el primero abatido por “lo que decía”, el
segundo “no por lo que era sino por lo que podría llegar a ser un día".
La narración
comienza con un raid de las fuerzas armadas estadounidense en Gardez, una zona
afgana que limita con las áreas tribales de Pakistán. Lo que en principio
parece uno de tantos ataques contra objetivos talibanes resulta ser una
incógnita: en una casa donde se celebraba una fiesta han matado a tres mujeres
y dos hombres, uno de los cuales resulta ser un funcionario de la policía local
adiestrado por los propios militares americanos. Paso a paso, con los
testimonios recogidos entre los parientes, el periodista se entera de que esos
mismos militares extrajeron las balas del cuerpo de las víctimas para borrar
cualquier rastro de su acción y poder cargar los muertos en la cuenta de los
talibanes terroristas.
A partir de
ahí, Scahill comienza “un viaje periodístico, político y existencial” que le
lleva a los lugares más remotos de Afganistán y después a Irak, Yemen y Somalia
siguiendo las hazañas bélicas del Jsoc, un cuerpo secreto y muy poderoso
compuesto por militares cuyos nombres se desconocen que depende directamente de
la Casa Blanca y que es responsable de gran cantidad de operaciones en distintas
partes del mundo (y aquí, inevitable, un recuerdo para su antecendente: el Plan
Cóndor que en los años 1970/80 derrocaba gobiernos, torturaba, seguía,
vigilaba, detenía, trasladaba entre países, sembraba de desaparecidos y mataba
en las dictaduras militares latinoamericanas). Los objetivos de este cuerpo
especial, al margen de cualquier control político o parlamentario, carecen de
límites: incluso los ciudadanos estadounidenses pueden terminar en la “lista
negra” del Jsoc. Mientras Scahill viaja a los distintos lugares donde impera el
terror, incluidas las prisiones secretas de la CIA, el espectador asiste a la
composición de una especie de puzzle de historias, emociones y destinos cruzados:
desde los oficiales de la guerra del terror hasta los hombres, mujeres y niños
víctimas de los ataques, los políticos de Washington, incluido el presidente
Obama, e incluso el soldado –garganta profunda- que ha dejado el ejército
porque su cuerpo ya no aguanta más guerra.
La fuerza
–enorme- del documental se debe sobre todo a la escenografía conseguida: “más
que resumir y amontonar los hechos, la película se ha construido en torno a la
complicidad entre periodista y espectador. El público descubre los
acontecimientos al mismo tiempo que Jeremy Scahill», escribían en la página web
del canal internacional France 24 cuando el documental se presentó en Sundance.
"No emplea una forma narrativa clásica- decía el Washington Post- hay
muchas escenas en las que Scahill parece a veces confuso, escéptico, frustrado,
atemorizado e incluso sorprendido”.
“La idea
inicial –ha explicado el protagonista a USNews- era que yo fuera una especie de
guía por ese archipiélago de guerras secretas. Pero uno de los guionistas quiso
que la película tuviera una dimensión más personal. En lugar de contar los
hechos y dar las cifras de tal o tal pueblo, me dijo, tu vas a entrar en el
pueblo, entrar en los detalles de los acontecimientos que tuvieron lugar allí.
Y vas a dejar que el espectador entre en tu cabeza y en tus emociones. Vas a
compartir con él lo que ves, y como lo has visto".
Misión
cumplida cum laude: como el detective de un thriller clásico, Jeremy Scahill
arrastra a los espectadores hasta los escenarios de las guerras que se hacen en
su nombre en distintos países, y allí recoge los conmovedores testimonios de
los parientes de civiles asesinados por las fuerzas especiales o los disparos
de los drones. “El documental –avalaba el Washinton Post- está meticulosamente
estudiado y documentado. Rwoley ha completado los razonamientos y las
meditaciones de Scanhill con imágenes de archivo”.
“Tras hora y
media de película –han escrito en el diario romano de izquierda Il fatto
quotidiano- se sale del cine con una idea: la de una guerra que se les
ha ido de la mano a quienes la provocaron, perdida en un laberinto de
responsabilidades cuyo origen resulta incomprensible; un gigantesco Leviatán
que condiciona la vida de millones de personas en cualquier punto del globo,
Scahill y su realizador Rowley nos cuentan que no ha cambiado casi nada con el
paso de la Casa Blanca de Bush a Obama, y que el mundo sigue siendo un
gigantesco campo de batalla”.
Panfleto
político de enorme intensidad, Guerras sucias nos enfrenta a uno de los rasgos
más sobresalientes de nuestra moderna sociedad universal: la limitación global
de los derechos y las libertades. En nombre de la guerra contra el terrorismo,
los estados, sus ejércitos y sus unidades de inteligencia y paramilitares
secretas, están llevando a cabo una progresiva rebaja en los derechos
fundamentales.
La teoría de
la “guerra global”, creada por el gobierno de Estados Unidos, se utiliza para
justificar violaciones de los derechos humanos. La organización humanitaria
Amnistía Internacional ha llegado a un acuerdo de colaboración con los autores
del documental Guerras sucias para una campaña destinada a impedir las
ejecuciones extrajudiciales, tanto si se llevan a cabo con drones o con
cualquier otra arma, y para que se derogue la ley de septiembre de 2001 de
Autorización de utilización de la fuerza militar (Autorisation for use
of military force, AUMF), que avala cualquier atropello cometido en
nombre de la “guerra mundial.
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