“Los
franceses somos leales con la familia, con el matrimonio, pero no renunciamos a
otras pasiones”
A
los 81 años, Eleanor Coppola -guionista, realizadora de documentales (excelente
«Hearts of Darkness») y cortos, y también esposa de Francis
Ford Coppola, madre de Sofía y Roman, abuela de Gia- se estrena en el
largometraje con una película, “París puede esperar” (Paris Can Wait) que, a
pesar de presentarse como una interesante road.movie, de la belleza de sus
paisajes y la interpretación de sus tres actores protagonistas, se parece a
muchas otras que hemos visto.
Anne
(Diane Lane) lleva muchos años casada con el productor hollywoodiense de éxito,
Michael (Alec Baldwin), un adicto al trabajo. Ambos se encuentran en un hotel
de Cannes, esperando que finalice un rodaje para disfrutar de unos días de
vacaciones en París, a donde piensan llegar en un jet privado. De improviso, el
productor tiene que viajar a Budapest porque han surgido problemas en la
película, y su socio francés Jacques (Arnaud Viard), un solterón atractivo,
caricatura del francés tópico que tiene varias ex amantes distribuidas por los
espléndidos lugares y restaurantes del camino, se ofrece para acompañar a la
mujer a París, aunque tendrán que hacerlo por carretera debido a una infección
de oídos que impide a Anne volar. Lo que debía ser un trayecto de siete horas
se prolonga durante dos días en una sucesión de paisajes de tarjeta postal y
hallazgos gastronómicos.
En
un viejo Peugeot descapotable, Jacques y Anne, pesadísima fotografiando todo
sin parar con una vieja cámara anterior a la era digital, recorrerán los
paisajes cuajados de lavanda de la Provenza, dormirán en un lujoso hotel,
almorzarán y cenarán en restaurantes exquisitos con vinos de leyenda, visitarán
el Museo de los hermanos Lumière de Lyon -no podía faltar este homenaje al
nacimiento del cine- y acabarán el viaje prácticamente embutidos entre docenas
de rosas rosas, que pondrán la nota romántica y pelín cursi, muy americana, muy
Hollywood, a una película políticamente correcta y nada original.
Habíamos
visto antes varios veranos en la Toscana que se parecen mucho a esta primavera
de la Provenza.
Divertimento,
momento de evasión de la vida real, ligero cuento de viaje, hermosas
panorámicas y algunas insinuaciones sin consecuencias del amigo siempre
obsequioso que no llegan a cuajar en romance, la última de la larga familia
Coppola en llegar a la realización de largometrajes nos cuenta sus recuerdos -seguramente
edulcorados por la memoria siempre selectiva- de un viaje real que ella realizó
años atrás con un amigo francés de su marido. Ninguna intención de profundizar
en las emociones, los sentimientos o la filosofía de la existencia; ningún
deseo de aflorar los problemas que tiene la sociedad francesa de hoy, que se
parecen muchísimo a los de otras sociedades cercanas, incluida la nuestra.
En
fin, “una comedia romántica que no es ni divertida ni romántica” (Sonia
Sarfati, lapresse.ca). Si para los casi insoportables protagonistas de esta
película París puede esperar, el espectador en cambio no ve el momento de que
la pareja llegue finalmente a la capital francesa y, cada uno en su casa, se
den un reconfortante baño y disfruten cenando un vulgar sandwich.
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