miércoles, 14 de junio de 2017

“París puede esperar”, un viaje interminable


Los franceses somos leales con la familia, con el matrimonio, pero no renunciamos a otras pasiones”

A los 81 años, Eleanor Coppola -guionista, realizadora de documentales (excelente «Hearts of Darkness») y cortos, y también esposa de Francis Ford Coppola, madre de Sofía y Roman, abuela de Gia- se estrena en el largometraje con una película, “París puede esperar” (Paris Can Wait) que, a pesar de presentarse como una interesante road.movie, de la belleza de sus paisajes y la interpretación de sus tres actores protagonistas, se parece a muchas otras que hemos visto.

Anne (Diane Lane) lleva muchos años casada con el productor hollywoodiense de éxito, Michael (Alec Baldwin), un adicto al trabajo. Ambos se encuentran en un hotel de Cannes, esperando que finalice un rodaje para disfrutar de unos días de vacaciones en París, a donde piensan llegar en un jet privado. De improviso, el productor tiene que viajar a Budapest porque han surgido problemas en la película, y su socio francés Jacques (Arnaud Viard), un solterón atractivo, caricatura del francés tópico que tiene varias ex amantes distribuidas por los espléndidos lugares y restaurantes del camino, se ofrece para acompañar a la mujer a París, aunque tendrán que hacerlo por carretera debido a una infección de oídos que impide a Anne volar. Lo que debía ser un trayecto de siete horas se prolonga durante dos días en una sucesión de paisajes de tarjeta postal y hallazgos gastronómicos.

En un viejo Peugeot descapotable, Jacques y Anne, pesadísima fotografiando todo sin parar con una vieja cámara anterior a la era digital, recorrerán los paisajes cuajados de lavanda de la Provenza, dormirán en un lujoso hotel, almorzarán y cenarán en restaurantes exquisitos con vinos de leyenda, visitarán el Museo de los hermanos Lumière de Lyon -no podía faltar este homenaje al nacimiento del cine- y acabarán el viaje prácticamente embutidos entre docenas de rosas rosas, que pondrán la nota romántica y pelín cursi, muy americana, muy Hollywood, a una película políticamente correcta y nada original.

Habíamos visto antes varios veranos en la Toscana que se parecen mucho a esta primavera de la Provenza.

Divertimento, momento de evasión de la vida real, ligero cuento de viaje, hermosas panorámicas y algunas insinuaciones sin consecuencias del amigo siempre obsequioso que no llegan a cuajar en romance, la última de la larga familia Coppola en llegar a la realización de largometrajes nos cuenta sus recuerdos -seguramente edulcorados por la memoria siempre selectiva- de un viaje real que ella realizó años atrás con un amigo francés de su marido. Ninguna intención de profundizar en las emociones, los sentimientos o la filosofía de la existencia; ningún deseo de aflorar los problemas que tiene la sociedad francesa de hoy, que se parecen muchísimo a los de otras sociedades cercanas, incluida la nuestra.

En fin, “una comedia romántica que no es ni divertida ni romántica” (Sonia Sarfati, lapresse.ca). Si para los casi insoportables protagonistas de esta película París puede esperar, el espectador en cambio no ve el momento de que la pareja llegue finalmente a la capital francesa y, cada uno en su casa, se den un reconfortante baño y disfruten cenando un vulgar sandwich.

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