Negociador,
“una historia de ficción basada en hechos reales (…) sin aspiración de ser una
crónica realista”, en palabras de su director Borja Cobeaga (Pagafantas)
cuenta, con la justa dosis de humor, una de las últimas negociaciones del
gobierno español con representantes de ETA, las que en 2005 y 2006 llevó a cabo
el presidente de los socialistas vascos, José Eguiguren, interpretado por Ramón
Barea al que dan la réplica los actores Josean Bengoetxea y Carlos Areces, en
los dos y muy distintos interlocutores, Patxi y Jokin –dos clásicos, casi dos
tópicos- enviados por el grupo nacionalista vasco a la negociación. El filme recibió
el Premio Irizar a la Mejor película vasca en el Festival de Cine de San
Sebastián 2014.
La
película no solo nos cuenta el lento desarrollo de las conversaciones sino
también la vida del negociador durante el tiempo que duró su misión, vestido
descuidadamente para no llamar la atención (hasta el punto de que, por un
indudable reflejo cultural, los irlandeses del Centro de Mediación y el
diplomático británico que sería el “mediador” pensaron que “era el etarra”, al
ver su pantalón y su camisa mal planchados y su cazadora de “progre”), sin
poder usar tarjetas de crédito para no dejar ninguna pista (“Si se te acaba el
dinero te las apañas”) y alimentándose de bocadillos.
Coincidencias,
errores y malentendidos por ambas partes van marcando el camino de las
negociaciones, que tienen lugar en territorio del sur francés, en un hotel
absolutamente anodino y ante unos testigos extranjeros; las relaciones entre
los negociadores, que pasan por diversos estadios incluido el del acercamiento
de posturas, obligará a la directiva de ETA a interrumpir el diálogo y
reanudarlo con un segundo comisionado, intransigente y muy duro de pelar. En
los largos meses de las negociaciones, los protagonistas viven una situación,
mezcla de ternura y crueldad, en mi opinión muy conseguida. Tiendo a creer que,
necesariamente, las negociaciones en esta última etapa del “problema” tuvieron
que ser muy parecidas a lo que hemos visto en la pantalla, y que el factor
humano tuvo una importancia decisiva.
De
ahí que tengan tanta importancia los gags –que los hay, y cumplen la misión de
relajar la tensión del callejón sin salida en que ha estado atrapado “el conflicto”
durante casi medio siglo- e incluso esa caricaturesca melancolía que envuelve
toda la historia, empezando por ese paisaje casi siempre húmedo y siguiendo con
la necesidad de superar con una intérprete el problema de la comunicación entre
personas que se expresan en dos lenguas muy distintas, y están protagonizando
una negociación trascendental. Estamos ante una inteligente película –con
momentos muy ingeniosos- de bajo presupuesto que habríamos calificado de “menor”
si no entrara a fondo en un tema tan delicado y su autor no hubiera conseguido
el difícil equilibrio de rodar hora y media sin “mojarse” (lo que,
naturalmente, le han criticado en ambos lados).
“Negociador
inventa un limbo entre la comedia y el drama” (José Cabello, Cine divergente”)
para hablar de un hecho significativo, que aún cuenta con muchos escocidos, de
nuestra historia más reciente.
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