Comedia dramática plagada de guiños
humorísticos y agradables sorpresas, St. Vincent, genuina producción del cine
independiente de Estados Unidos, con sus defectos ( entre otros el horrendo
cartel que le acompaña) y virtudes, entre éstas la de estar interpretada por
grandes actores y ese toque subversivo que lleva a la reflexión, en medio de la
sonrisa.
Vincent (Bill Murray, El día de la
marmota, Lost in Translation), el protagonista entrañable a pesar suyo de St.Vincent,
es el prototipo del looser, “viejo gruñón y malhumorado que nadie querría tener
como vecino”: veterano de Vietnam, alcohólico, jugador, misántropo, endeudado y
patético, está en guerra con el mundo que le ha fallado. La única persona con
que se relaciona, y esto una vez a la semana, es una bailarina de streptease
rusa llamada Daka (Naomi Watts, 21 gramos, Madres & hijas), con la que
mantiene relaciones sexuales tarifadas una vez por semana, y a la que paga
cuando puede.
A la casa de al lado llegan la
médico Maggie (Melissa McCarthy, Las chicas Gilmore, La boda de mi mejor amiga,
esa amiga gorda de tantas series y películas) y Oliver (Jaeden Lieberher), su
hijo de 12 años, escapando del divorcio provocado por el engaño del marido y
padre respectivo. El viejo desastroso y solitario, y el adolescente, que no es
huérfano pero resulta muy dickensiano siempre a la espera de una madre ausente
porque tiene guardias y turnos corridos en el hospital, establecen una especie
de pacto de entendimiento que lleva al hombre a mirar la vida desde otro punto
de vista y al niño a descubrir al tipo que se oculta detrás del excéntrico que
ha decidido vivir al margen de su tiempo.
Bill Murray tiene casi dos horas
para evidenciar sus formidables dotes de actor en un papel de esos que se
suelen definir como “muy humano”; Melissa McCarthy sorprende un registro
dramático al que no nos tenía acostumbrados y Naomi Watts consigue dar vida
creíble a una prostituta emigrante, embarazada y vulgar. Pese a reunir todos
los ingredientes de una historia políticamente incorrecta, el final de la
película –escrita y realizada por Theodore Melfi (Winding Roads, Roshambo), un
afroamericano que en los ’90 trabajaba como cocinero en un restaurante italiano
de Los Angeles- es un himno al amor del género humano y un emotivo homenaje,
quizá excesivamente melodramático, a todas esas personas que juzgamos
marginales sin conocer sus verdaderos motivos. Llamarlas santas quizá resulte
excesivo, pero de alguna manera tenían que plasmarse la educación católica que
el pequeño recibe en el colegio y las ingenuas propuestas de trabajo escolar de
un cura, pese a su juventud desorientado y alejado de la realidad de la calle.
Como he leído en una crítica
americana, en St. Vincet “cada día es el día de Bill Murray” como hace años era
siempre “el día de la marmota” en otra de sus inolvidables interpretaciones.
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