Enésima
historia de dragones (transmutación de humanos “malos”) y mazmorras (que se
convierten en palacios por momentos), brujas, bosques, cabañas, precipicios y
despeñaderos sin fondo, esta vez con el aliciente de dos actores emblemáticos,
Jeff Bridges y Julianne Moore, en unos papeles que podrían incorporar a sus fantasmas
personales infantiles.
Situado
en esa Edad Media indefinida, gótica y polvorienta, suspendida en el tiempo,
plagada de magos y hechiceros que ha venido para quedarse en la literatura y el
cine –y que tanto gancho tiene entre los adolescentes, y algunos no tanto, de
todo el occidente-, El séptimo hijo es un film-espectáculo en 3 dimensiones,
con escenas de combates épicos, decorados impresionantes (en el sentido más
literal) y, como no podía ser menos, tierno romance entre el séptimo hijo de un
séptimo hijo casado con una bruja que anda de incógnito por la familia (y que
maldito lo que importa qué lugar ocupen en la estirpe), y una jovencita
heredera de la peor de las brujas.
Todos
los ingredientes de un género más que establecido, incluidos los estereotipos y
mucha pirotecnia, pero nada nuevo bajo esa luna roja que despierta los poderes
dormidos de los malos y desencadena toda la violencia, también dormida, de los
buenos, convirtiendo el enorme telón del 3D en un campo de batalla confuso,
donde relucen algunos elementos temibles, cortantes hachas, cadenas y cimitarras.
Todo menos la originalidad.
El
Maestro Gregory (Jeff Bridges mayorcito ya, al que también llaman Spectro) ha
conseguido mantener encerrada en una cueva sellada a la Madre Malkin (Julianne
Moore guapísima, como siempre), la madre de todas las brujas, quien consigue
escapar del calabozo con la aparición de la luna roja, lo que podría significar
el fin de la humanidad. Solo el séptimo hijo de un séptimo hijo (supongo que
por añadir un ingrediente a una narración tan sabida a estas alturas), Tom Ward
(Ben Barnes), al que Gregory compra a su padre para educarlo como aprendiz,
reúne las características necesarias para tomar el relevo del caballero…
Me
pregunto por qué es una característica que se repite en estas películas de gran
espectáculo con tanta capacidad de convocatoria el que transcurriendo la acción
en unos paisajes increíblemente fantásticos pero con frecuencia desolados, y
viviendo sus protagonistas en cuevas o chamizos cochambrosos, puedan cambiar
tantas veces de vestuario y sus ropajes sean, además de aparecidos
misteriosamente, muy innovadores y hermosos: abrigos largos hasta el suelo, jerseys
gruesos que tanto favorecen con las piezas ensambladas con cordones de cuero o
modelos de miriñaque, lentejuelas y falda interior almidonada, tan propios de
una pelea en plena selva, y tan adecuados para caerse por un precipicio
insondable. No es evidentemente ropa cómoda para esas batallas que se repiten,
pero tampoco importa porque se lleva pegada al cuerpo y ya aparecerán, como por
encanto, los elementos imprescindibles para la pelea. Eso, y el que no coman,
son los dos grandes misterios de estas sagas a caballo entre el gótico y el
gore.
Con
algunos aspectos más que cuestionables (la venta del hijo a cambio de una bolsa
de monedas, la transformación de la bruja negra en jaguar…), El séptimo hijo
plantea una vez más la pregunta de cómo es posible que historias tan
deslavazadas y repetitivas sean las preferidas por una generación que está
creciendo. Supongo que se trata de un misterio tan indescifrable como el de la
confección de la salsa de arándonos del pavo de Acción de Gracias. Pero que aquí
no cabe responder diciendo que “con mucho amor”.
La
historia de El séptimo hijo, dirigida por Serguei Bodrov (El prisionero de las
montañas, Mongol), está basada en la serie de novelas El aprendiz del
espectro de Joseph Delaney.
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