Mil veces buenas noches es una
decepcionante película sobre los avatares de una fotoreportera europea que
acude a los conflictos actuales por cuenta de un medio de comunicación
estadounidense, dirigida por el noruego Erik Poppe (En aguas turbulentas, para
los cinéfilos, el director de fotografía de la película Eggs de Bent Hamer y
realizador de una trilogía sobre Oslo: Schpaaa, Hawaii, Oslo) e interpretada
por una madura Juliette Binoche (Ellas, Copia Certificada, El Paciente Inglés)
con pocos registros y un atractivo Nikolaj Coster-Waldau, (Headhunters,
conocido sobre todo por su papel en la serie Juego de Tronos). Entre el resto
del elenco, cabe destacar la participación del actor irlandés Larry Mullen Jr,
conocido por ser el batería y uno de los fundadores del mítico grupo musical
U2.
La película comienza con una
escalofriante secuencia casi documental de la despedida de una “mártir” islamista,
que hará explotar su cinturón de explosivos en una transitada calle de Kabul, y
a medida que avanzan las casi dos horas que dura va perdiendo fuerza y emoción
hasta convertirse en un relato torpe de elección entre la vida personal y la
profesional, la familia o el trabajo, que tal y como se plantea parece ser
obligatorio.
Después de resultar herida en la
explosión, la reportera empieza a manifestar dudas acerca de su futuro
profesional mientras la típica, y tópica, editora deshumanizada (un personaje
creado por los propios medios de comunicación en su afán de definir el mundo)
le dice, desde la pantalla del ordenador, que es “la mejor”, que el mundo “la
necesita” y que debe regresar al campo de batalla caiga quien caiga.
Vistas así las cosas, también parece obligado que “caiga” la familia.
En contra de lo que podría
esperarse del realizador -que exhibe en su curriculum haber sido, igual que la
protagonista de esta historia, fotógrafo de guerra, multipremiado por su
trabajo y reconocido internacionalmente-, haciendo Mil veces buenas noches ha
despreciado la oportunidad de plantear los interrogantes más recurrentes sobre
el sentido de un oficio apasionante y lleno de ambigüedades -¿una imagen vale
más que mil palabras? ¿una cámara es tan efectiva como un kalachnikov? ¿la
representación de la verdad es lo que llega al público o en el camino se
convierte en un mensaje mediatizado por los propietarios de los medios de
comunicación y los poderes fácticos?- optando por una explicación más bien
torpe y simplista: la reportera Rebecca actúa movida por “la rabia” que siente
ante las injusticias que se cometen en el mundo; el marido, biólogo marino en
un paradisíaco rincón de Irlanda, solo siente que sus hijas y él sufren
pensando que pueden matarla en cualquier rincón del mundo, mientras esperan esa
llamada de buenas noches que quizá un día no llegue; la hija adolescente acaba
aceptando que “los niños que sufren necesitan más a su madre” que ella misma.
En fin, un pastiche bastante
superficial sobre el trabajo de los periodistas “de guerra”, algo más profundo
en lo que se refiere a las relaciones familiares, pero al final “más falso que
judas”. Al espectador le resultará muy difícil sentir la mínima simpatía por
esta mujer que retrata el terror para aplacar su “cabreo” y encontrar su
necesaria adrenalina.
Como alguien dijo: no es eso, no es
eso.
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