Una anciana ha muerto. La familia está
recogiendo las cosas de su casa cuando el preferido de sus sobrinos-nietos
encuentra una caja con los cuadernos donde Taki, joven campesina que en los
años treinta del siglo XX, los anteriores a la guerra (la Segunda Guerra
mundial) se traslada a Tokio para trabajar como criada en casa de una familia
burguesa, ha escrito sus recuerdos. Entre las pertenencias de la caja aparece
también un sobre cerrado sin destinatario, que encierra el secreto que la
anciana se ha llevado con ella a la tumba.
En un clima de reposada ansiedad, entre
creciente nacionalismo, conflicto chino-japonés que acabó formando parte del
mundial, épocas de vacas gordas y períodos de escasez de alimentos, transcurre
la anécdota de una historia de amor sin excesivo interés, que acaba mal, en un
aburrido relato sin estilo “que no pertenece a ninguna época, ni a la nuestra
ni a la edad de oro de los estudios”, firmada por Yoji Yamada, un veterano del
cine japonés –del que hace unos meses comentamos una logradísima revisión del
clásico Una familia de Tokio-, quien con 83 años ha filmado este diario de una
camarera japonesa, continuando en su línea habitual de hacer un cine que pasa
revista a las relaciones familiares y, al tiempo, rinde homenaje a Yasujiro
Ozu, el auténtico padre fundador del mejor cine intimista japonés, de quien se
considera heredero con todo derecho.
Todo muy discreto, sin radicalismos, siempre
guardando las formas, todo en un susurro y acompañado de innumerables
reverencias, como requieren los códigos de la buena educación y la elegancia del
país, para atravesar tres épocas y contar un amor imposible incapaz de
atravesar la barrera de las clases sociales, con un telón de fondo narrativo
que descuida –es de suponer que intencionadamente- la historia del país para
centrarse en la pequeña historia de la casa, la casa con tejas rojas que
destaca sobre los restantes techos marrones del barrio.
Un secreto de familia, un amor, una
traición y una heroína menor, la criada que vivió con remordimientos el resto
de su vida, papel que en 2014 le valió a la actriz Haru Kuroki el Oso de Plata
a la mejor interpretación femenina en el Festival de Berlín
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