En
una semana, la última de octubre de 2014, atiborrada de estrenos
cinematográficos (no consigo entender muy bien el criterio comercial y de
marketing de las distribuidoras; antes era muy fácil, estrenos concentrados en
Navidad y Pascua y ausentes durante el verano), llega la película Serena, drama
protagonizado por Jennifer Lawrence (Oscar a la mejor actriz en 2012 por su
papel en Silver Linings Playbook, y famosa para todos los públicos tras su
participación en Los juegos del hambre) y dirigido por Susanne Bier (En un
mundo mejor).
Basada
en la novela del mismo título del escritor estadounidense Ron Rash, candidata
al premio Faulkner 2009, se trata de la historia de una pareja de pioneros (en este
caso, de la industria maderera en los bosques de Smoky Mountains, Carolina del
Norte, donde los árboles desaparecen a hachazos y los hombres se accidentan
gravemente con excesiva frecuencia) en los años de la Gran Depresión, sus
sueños de construir un imperio y sus miserias. La mujer, Serena, una
depredadora nata, “una especie de Lady Macbeth de los años ‘30”, está dispuesta
a todo para conseguir hacer de la empresa familiar un éxito nacional y
personal.
Y
todo es todo: hasta talar todos los árboles de la propiedad y dejarla
convertida en un páramo y hasta echar mano de un fusil o un cuchillo para
eliminar a las personas que pueden interceptar su camino. El marido, Bradley
Cooper (la saga The Hangover, Silver Linings Playbook), es la otra mitad de “los
Macbeth”, pero menos.
El
insípido y mediocre drama inicial, en el que todo es previsible, se convierte
en un thriller, banal, malo y antipático, cuando el odio de Serena se dirige
hacia el hijo que su marido tuvo con una sirvienta, antes de conocerla. Amor,
celos, codicia y una pantera (que anda por las montañas y a la que el
protagonista quiere convertir en trofeo) como metáfora de la belleza y el
carácter devastador de Serena.
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