“Aunque lloré, sufrí, dudé, renegué…,
fui inmensamente feliz." José Díaz, director.
Este
documental, rodado y protagonizado por el asturiano José Díaz en el Parque
Nacional de Redes son, en realidad, dos películas diferentes. Por una parte el
documental propiamente dicho, donde aparecen paisajes grandiosos y una serie de
animales –ciervos, corzos, rebecos, jabalíes y diferentes aves- que no
saberse observados cazan, comen, duermen, se aparean y se enfrentan,
con la naturalidad de su vida cotidiana.
Y, por otra,
la historia de un hombre que ha decidido llevar a cabo la experiencia de aislarse completamente del
siglo XXI para vivir 100 días solo en una cabaña del monte, sin teléfono, sin
internet, sin reloj…sobreviviendo con unos cuantos alimentos en conserva y los
productos de una pequeña huerta y todo el monte que está a su disposición, y
llevando a cabo las grabaciones de los
mundos vegetal y animal con un equipo de cinco cámaras y un dron, sin
más apoyo externo que las tarjetas y los discos duros que uno de sus hijos
dejaba en un punto de avituallamiento, del que se iba llevando las tomas
efectuadas. Y las cartas que el autor y su familia intercambiaron durante esos
tres meses y pico que duró la experiencia.
Una vez
establecida la distinción entre los dos aspectos de esta obra debo decir que el
documental de naturaleza propiamente dicho tiene todo el interés de enseñar una
zona extraordinaria de la cornisa cantábrica, como lo son siempre los grandes
espacios y los accidentes geográficos con los que difícilmente nos relacionamos
la gente de la ciudad. Valles y cumbres impresionantes, árboles centenarios y
animales cuyo comportamiento, de afectos y antipatías, tanto se parece en ocasiones al del hombre.
La otra parte,
en cambio, me ha interesado mucho menos. Me ha parecido una exhibición de
sentimientos que no vienen a cuento. No entiendo –en un documental de
naturaleza, salvo si decidimos incluir al hombre como especie animal- que quien
se repite sin cesar a sí mismo, porque no hay nadie más a quien contarlo, que
ha elegido la soledad como experiencia, en términos tan fervorosos que parecen
la elección de una secta o religión, con la misma insistencia repita cuanto
echa de menos a su familia, que por cierto se encuentra unos cuantos kilómetros
monte abajo, y llegue incluso a llorar frente a la cámara.
Lo que sin
duda muchos pensarán un exceso de sensibilidad a mí me ha parecido un
sinsentido: si uno decide que lo mejor que puede hacer en este instante de su
vida es irse al monte a vivir como los ancestros (aunque no es así, porque se
va con cámaras de vídeo, que es la primera de las contradicciones), pues se va
y no se queja. Y si, una vez allí, se queja porque la soledad se le hace insoportable
pero se queda, no es un héroe, es un hombre con debilidades y tampoco pasa nada
si se baja al pueblo y da por finalizada la aventura. Salvo que, claro, tenga
un contrato para vender unas hermosas imágenes servidas por la madre naturaleza
con un toque “humano”.
Pienso que la
mezcla no ha resultado. Yo hubiera preferido un documental al uso, con una voz
en off, y que no aparecieran las imágenes de un paisano que se ducha con los
calzoncillos puestos.
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