Charlot
lo habría bendecido
Charlie Chaplin murió a los 88
años, el día de Navidad de 1977, en la comuna suiza de Vevey, al borde del Lago
Leman, donde llevaba residiendo un cuarto de siglo con su esposa Oona –hija del
gran dramaturgo estadounidense Eugene O’Neill) y su numerosa prole. Poco más de
dos meses después, el 1 de marzo de 1978, el polaco Roman Wardas y el búlgaro
Gantcho Ganev, asaltaron la tumba y robaron su cadáver pidiendo un rescate a la
viuda. La historia terminó a los pocos meses con la condena de los dos hombres,
uno a cuatro años y el otro a dieciocho meses de cárcel, poniendo una especie
de postdata burlona al fallecimiento de una de los mayores cómicos del siglo XX
y borrando, una vez más, la tenue frontera que separa la realidad de la
ficción.
Como decía, más o menos, el crítico
de Libération, es seguro que Chaplin “habría bendecido” la película que Xavier
Beauvois ha extraído de estos hechos. Inspirándose muy libremente en el suceso,
digno de haber salido de la imaginación del enorme artista que fue Charles
Chaplin -Charlot para sus primeros públicos y después para los niños, y los
adultos con corazón de niño de todo el mundo-, el realizador francés Beauvois
(Hombres y dioses, 2010, Gran Premio del Jurado de Cannes) ha escrito y
dirigido El precio de la fama (de la gloria, en el título original) transformando,
con ternura y humor, la peripecia del robo del ataúd en una especie de Cuento
de Navidad lleno de lirismo que avanza a los acordes de partituras sinfónicas
(firmadas por Michel Legrand) y una espléndida versión de Candilejas; no sé a
los demás espectadores, a mí esos compases archiconocidos que llegan de un
espléndido pasado cinematográfico han conseguido emocionarme de verdad. Una
película influenciada de principio a fin por la figura de Chaplin, con
continuas referencias a sus obras, y en especial al circo.
En la ficción, como en la realidad,
son los años 1970 y estamos a orillas del lago. Recién salido de la cárcel,
Eddy (Benoît Poelvoorde) es acogido en una destartalada caravana en el patio de
la casa de su amigo Osman (Roschdy Zem), empleado en la limpieza municipal: una
especie de chabola (recuerda, ha notado algún crítico, a la de Paulette Godard
y Chaplin en la película Tiempos modernos). Han acordado que Eddy cuidará de
Samira, la hija de Osman, mientras su esposa Noor está ingresada. La falta de
dinero se hace más patente en vísperas de Navidad. Cuando se enteran de que el
riquísimo Charlie Chaplin acaba de fallecer, a Eddy se le ocurre la idea de
robar el féretro con el cuerpo, y pedir un rescate. ¡
Como dijo el abogado de la defensa
en el juicio, “los dos secuestradores son dos charlots emigrantes”, uno
argelino y el otro belga, dos tipos inútiles como los que habitualmente
aparecen en las comedias italianas, que solo pretenden salir de la miseria, dos
clowns –el serio y el augusto- , dos perdedores que, al enterarse de la muerte
de Chaplin a pocos kilómetros de allí, deciden “pedir dinero a un amigo”. ¿A
qué amigo? Al de los pobres, los sin techo, los migrantes los fracasados, los
inadaptados, los parias de la tierra…
Aunque es cierto que la película
intenta, en todo momento, arrancar una sonrisa en el espectador (nunca una
carcajada), El poder de la fama consigue eludir lo fácil, evitar los gags
demagógicos y no caer en la vulgaridad. Y como en todos los cuentos de hadas y
milagros, “está bien lo que bien acaba” y Eddy encontrará finalmente su razón
de existir trabajando como payaso en un circo, enamorado de la hermosa
caballista (Chiara Mastroiani, cada vez se parece más a sus padres, a los dos).
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