jueves, 18 de abril de 2013

Google y yo unidos hasta la muerte



Ya está, ha llegado la solución: hace unos días, Google anunciaba la inminente inauguración de un servicio de “últimas voluntades virtual” que se va a encargar de mi herencia en lo que se refiere a emails, archivos guardados y recibidos, canciones y películas pirateadas, fotografías de mis amigos y perros y de los gatos e hijos de mis amigos. Con todo, incluidos mis textos nunca publicados, Google me asegura que hará lo que yo quiera; y no es poco.

Porque, si lo pienso aunque nunca le he dedicado demasiado tiempo, saber qué va ocurrir con todas esas cosas inmateriales, una vez que yo desaparezca, me resulta perturbador. ¿Van a permanecer en el limbo digital por los siglos de los siglos? ¿Podrá alguien, a quien nunca conoceré, apropiarse un día de mis etéreas propiedades y darles un uso distinto?.

Google me acaba de resolver el imperfecto futuro que, como a mi, les esperaba a mis volátiles posesiones. Según leo en el digital francés Rue 89, que se hace eco de la información publicada en la página estadounidense mashable.com, solo tengo que indicar –no sé dónde todavía, pero me enteraré- que período de inactividad en mis cuentas  (por ejemplo seis meses, o un año) deben considerar como indicativo de que ya no estoy en esta vida –y seguramente en ninguna otra- para destruir definitivamente mis pertenencias o, si lo prefiero, pasárselas a algún “heredero” designado. Y, para comprobar que no es que me encuentro dando la vuelta al mundo, o víctima de una larga enfermedad , antes de proceder Google me enviará un correo electrónico y un sms para confirmar: “En caso de silencio, se le considerará como realmente muerto”.

En mi deseo de borrar cualquier huella de mi paso por este desastre de tiempo que me ha tocado en suerte, y apoyada en la convicción de que después no existe nada, lo de Google me resuelve lo que no había sido capaz de imaginar por mí misma. Hasta ahora tenía la convicción de que, con la llegada de la era digital, no se moría jamás, que algunos pedazos de tu más recóndita intimidad –cartas, poemas, declaraciones de amor- quedaban para siempre suspendidas en ese aire que se ha ampliado hasta dar cabida a toda la creación personal del planeta. Después de hacerme donantes de órganos, de redactar un testamento vital para evitar que se nadie se pueda empeñar en tenerme agonizando por tiempo indefinido y después de donar (y recibir confirmación, lo que no es nada fácil dado el aumento de donaciones provocado por la crisis) mi cuerpo a la ciencia (o sea, a la facultad de medicina más cercana) para que puedan experimentar y aprender con él los estudiantes, solo me faltaba saber qué hacer con todo lo que voy almacenando diariamente, cual Diógenes inmaterial, en mi ordenador.

Con lo demás, ya sé lo que va a pasar: nadie, ni siquiera las bibliotecas, ahora digitalizadas, quieren los libros. Así que acabarán vendidos como papel, al peso, para reciclarse en bolsas de supermercados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario