“Una miniatura
deliciosa y ágil, que invita a la reflexión a largo plazo” (The Telegraph)
París,
1964. El crítico de arte estadounidense
James Lord acepta posar para su amigo, el reconocido pintor y escultor Alberto Giacometti. En contra de lo
previsto –Giacometti asegura que será un
día, o dos máximo- las sesiones se prolongan durante semanas y semanas, y Lord tiene que cambiar su billete de vuelta
a Nueva York en varias ocasiones. Mientras tanto, el retrato avanza y retrocede, en consonancia
con los estados anímicos del maestro suizo (“pero suizo italiano”) y su
insistente anhelo de perfección. Al mismo tiempo asistimos a la obsesiva dependencia
que Giacometti cultiva con una prostituta, y a la rutinaria existencia con su
esposa.
Entre la
frustración y la alegría, se va forjando una relación poco convencional –“entre
la amistad y el duelo”- mientras nosotros, los espectadores, tenemos la fortuna
de asistir al proceso de creación de un artista sorprendente por la belleza de
sus obras, reflejo de su mente caótica, que no se cansaba de proclamar que “un
cuadro no se acaba nunca” .
Basada en las
memorias de aquellas tres semanas en París de James Lord, descritas en el libro
“A Giacometti Portrait”, y con un toque
teatral de función de cámara, “Final Portrait” es un pedazo de biografía,
miniaturista y exquisita, que habla de arte, de París y de lo que ocurría en la
década de 1960 en Montparnasse, donde los mejores artistas plásticos del siglo
XX instalaron sus talleres en plantas bajas especie de almacenes, convertidas
también en viviendas y abiertas a los amantes del arte, y a los y las amantes
en sentido estricto.
Al igual que las
sesiones de posado para el retrato, “la película sigue y sigue y sigue”
dirigida por el estadounidense Stanley Tucci (un conocido actor de cine y
televisión, ganador de varios Emy y Globos de Oro, trabajo que alterna con la
dirección –“Big Night”, “Blind Date), y apuntalada por la extravagante
interpretación de Geoffrey Rush (“El discurso del rey”, “La mejor oferta”) en
el personaje de Giacometti, y la sostenida faena de un Armie Hammer (“El
llanero solitario”, “El nacimiento de una nación”), armado de una paciencia
casi zen, en el papel de James Lord.
Un papel
importante tiene el estudio del artista, un caos de esbozos, lienzos,
esculturas casi esqueléticas sin terminar, y churretes de pintura, donde
también se esconden los fajos de billetes que le envían de la galería por la
venta de sus obras, porque el artista no confía en los bancos; el estudio es el
lugar donde sucede todo y también el que el pintor abandona precipitadamente
cada vez que duda de sus creaciones. Entonces, el escenario se traslada al
cementerio de Montparnasse, donde el maestro, un cascarrabias de 63 años, y su amigo -más joven y gay, que contempla
divertido los melodramas del artista con su mujer y su amante prostituta y
modelo- dan largas caminatas hablando de arte y de pintores, como Cezanne o
Picasso, al que Giacometti despreciaba acusándole de “robar el trabajo de
otros”.
Giacometti fue
un hombre siempre insatisfecho, convencido de que nunca podría pintar las cosas
como las veía; y, además, de que el auge de la fotografía está haciendo que el
proceso de creación del artista carezca de sentido. La paradoja es que el artista solo está
contento cuando trabaja, pero nunca está contento con su trabajo.
“En la película,
es como si ambos hombres se encerraran en una farsa existencial (…) esperando
interminablemente a Godot en forma de una pincelada final. Giacometti y Samuel
Beckett fueron amigos en la vida real, y aunque el dramaturgo irlandés no
aparece en la película, su espíritu persiste fuera de plano…”.
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