Según el realizador Xavier Bermúdez, El oro del tiempo (O
ouro do tempo, inquietante película rodada íntegramente en Galicia y en gallego)
tiene que gustar a los mismos espectadores que disfrutan con las obras de Buñuel, Manoel de Oliveira o François
Ozon: o, lo que es igual, un público culto, al menos moderadamente intelectual
y reflexivo que disfruta con una cierta vanguardia artística.
A
partir de la historia real del médico francés Raymond Martinot, quien a finales
de los años 1980 decidió criogenizar a su esposa muerta Monique, esperando que
algún día la ciencia encontrara remedio a la enfermedad que acabó con ella para
volverla a la vida, Bermúdez, director y guionista, cuenta una pasión/obsesión
amorosa que, a diferencia de las que vivimos habitualmente, en lugar de
desgastarse se mantiene –crece e incluso cambia de aspecto-en el tiempo. La criogenización,
según el diccionario, consiste en “congelar a un ser vivo y mantenerlo de este
modo con el propósito de lograr su conservación en espera de una futura
reanimación”; los tribunales resolvieron el caso prohibiendo al doctor Martinot
seguir adelante y prohibiendo la criogenización en Francia.
El
actor Ernesto Chao, un hombre “de teatro”, interpreta al doctor recluido en un pueblo gallego
con la única compañía de una eficiente joven, que lo mismo es enfermera,
masajista o criada para todo (Nerea Barros), y el cadáver criogenizado de la
mujer con la que un día de treinta años antes se casó, tuvo un hijo y falleció
a los 28, dejándole un vacío y una soledad imposibles de aguantar. Por eso, la
difunta no solo está “de cuerpo presente” –joven y atractiva- en el sótano
acondicionado de la casa aislada, sino que está presente también en muchos de
los gestos del médico, ya jubilado, aunque sigue recibiendo esporádicos
pacientes: en las flores de un invernadero que corta cada día y coloca sobre la
caja precintada donde el cuerpo de la amada espera, como la bella durmiente, la
resurrección anunciada; en la canción que tararea la enfermera, en los vídeos
que guarda en su alcoba, junto al televisor, grabados cuando la ausente (Marta
Larralde) estaba llena de vida y le ofrecía momentos eróticos inolvidables. Incluso
en los recuerdos que repasa el hijo (Manolo Cortés) que aparece en vacaciones e
insinúa un pasado político (¿libertario, comunista?) de su progenitor, en la
fugaz presencia de unos nietos prácticamente ignorados que le acompañan el día
que decide acabar con una espera que ha empezado a demostrarse inútil…
Sin
entrar para nada a contemplar los aspectos legales (por lo visto, la
criogenización solo es lícita en el Reino Unido y Estados Unidos; a este
respecto recuerdo que siempre he oído y leído que, en algún lugar, Walt Disney
espera congelado el beso de la princesa –el progreso de la ciencia- que le
devuelva a la vida), ni plantear tampoco las reales posibilidades científicas
de un empeño así, los personajes de esta historia diferente se centran, la
mayor parte del tiempo a base de miradas, en lo que les sucede por dentro, en
la forma en que sienten y viven: el
doctor ese amor que ha resistido el paso del tiempo, quizá justamente por la
ausencia que representa, y los encontrados sentimientos que le provoca la
presencia constante de su ayudante, y ésta la observación de la creciente dependencia
del hombre que envejece día a día a su lado. Unos parámetros que cambian
bruscamente el día que la chica cae enferma y el doctor la cuida.
El
esperado final no resta un ápice de interés a esta película de emociones que
plantea unos cuantos problemas irresolubles, como las siempre complicadas relaciones
entre el amor, la juventud, el paso del tiempo y su aceptación. Xavier Bermúdez
no ha intentado dar recetas, por otra parte imposibles.
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