Esta película, que
tuvo su estreno mundial en la Quincena de realizadores del Festival de Cannes 2018,
es el primer largometraje de la realizadora vasca Arantxa Echevarrís y está
protagonizada por un puñado de
actores no profesionales –entre ellos las dos protagonistas gitanas Zaira Romero (Lola) y Rosy Rodríguez (Carmen)-,
y una sola actriz profesional, Carolina Yuste.
Se trata de una historia de
amor prohibido entre dos adolescentes gitanas y su llegada a las salas de cine viene
precedida de una agitada polémica promovida por la Asociación de Gitanas
Feministas por la Diversidad que, antes de ver la película y a pesar de
proclamarse partidarias de la “diversidad” y no decir claramente que no
soportan la idea de que las chicas sean lesbianas, acusan a la directora de “racista”,
de erigirse en portavoz de la mujer gitana “desde un feminismo paternalista” y
declaran que la película es una “caricatura comercial” porque “una paya siempre contará la historia que le
convenga, y no la nuestra”.
Con toda evidencia, la
homosexualidad y el lesbianismo son temas tabúes para los colectivos gitanos
patriarcales cuya vida se estructura en torno a la figura del cabeza de familia
(incuso del clan). Al menos, eso es lo que cuenta “Carmen y Lola”, una película
que su directora asegura haber hecho “desde el amor, y el máximo de los
respetos y el pudor… es un canto a la libertad y al amor”. Me recuerda lo que
decía mi abuela cuando metía la pata: “Era para bien”.
En un entorno de mercadillos ambulantes y familias muy estructuradas desde tiempos remotos, Carmen es una chica gitana que vive en Vallecas, en el extrarradio de Madrid. Al igual que otras gitanas, está destinada a una vida que se repite generación tras generación: casarse, cuidar del marido y criar a tantos niños como sea posible. Un día conoce a Lola, una gitana poco común que sueña con ir a la universidad y viajar, que dibuja graffiti de pájaros, va a un centro de internet para entrar en páginas lésbicas y es “diversa”. Entre las dos chicas se crea una complicidad especial, poco a poco se atreven a hablar de amor y descubren un mundo y unos sentimientos que sus familias rechazan.
En un entorno de mercadillos ambulantes y familias muy estructuradas desde tiempos remotos, Carmen es una chica gitana que vive en Vallecas, en el extrarradio de Madrid. Al igual que otras gitanas, está destinada a una vida que se repite generación tras generación: casarse, cuidar del marido y criar a tantos niños como sea posible. Un día conoce a Lola, una gitana poco común que sueña con ir a la universidad y viajar, que dibuja graffiti de pájaros, va a un centro de internet para entrar en páginas lésbicas y es “diversa”. Entre las dos chicas se crea una complicidad especial, poco a poco se atreven a hablar de amor y descubren un mundo y unos sentimientos que sus familias rechazan.
Cuando “Carmen y Lola” se
presentó en Cannes, en el pasado mes de mayo, llegaron las primeras críticas
negativas que hablaban de una historia muy convencional que no aporta casi nada
más que mostrar algunas manifestaciones del folkore gitano. En mi opinión, y
sin tratarse de una obra especialmente destacable, es cierto que la historia está contada con
respeto e incluso una cierta admiración. Estoy segura de que Arantxa Echevarría
– a la que, por cierto, han insultado y escupido por la calle- la ha hecho “para
bien”.
La mayor parte de los
personajes están muy correctamente interpretados por esos gitanos, que no
actores, seleccionados en un casting que duró medio año; pero quiero subrayar
la interpretación, que raya la excepcionalidad, de la mujer que interpreta a la
madre de Carmen; lamentablemente, en la promoción de la película no figura el
nombre de ninguno de los secundarios.
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