miércoles, 23 de mayo de 2018

“Caras y lugares”, de Agnès Varda y JR: el tiempo, la fotografía y el cine


El tiempo que pasa y el tiempo que queda son dos leit motiv del documental “Caras y lugares” (“Visages, villages”), dirigido por la veterana Agnès Varda (90 años, Oscar honorífico a toda la carrera, “Cleo de 5 a 7”, “Las criaturas”, “Las cien y una noches, “Los espigadores y la espigadora”, “Las playas de Agnès”) junto al artista conocido como JR ( Jean René, “Women are Heroes”, “Ellis”), el grafitero que se convirtió en fotógrafo cundo encontró una cámara en un vagón del metro de París.

Juntos exploran los territorios de la memoria en una road movie -recorriendo Francia para conocer a su gente- “sensitiva, risueña, donde el humor peleón del dúo hace converger juventud y vejez con spleen y pasión” (avoir-alire.com).

Cuando Agnès y JR se conocieron en 2015 -él 33 años, ella 88- planearon este viaje casi mágico, « basado en el azar y la creatividad », hacia los otros, escuchándoles, convirtiéndoles en sujeto de la obra de arte, fotografiándoles y tapizando con sus fotografías los muros de las casas. La película nos habla también de la amistad, afianzada durante el rodaje, de esta pareja de contrapunto y de sus diferencias, motivo de  burla para ambos.

Documental imaginativo, jovial y políticamente consciente, virtudes que forman parte el bagaje estético de Agnès Varda, que lleva el cine en la sangre desde aquel lejano 1961 cuando rodó su primera película –“La pointe courte”- y se situó a la vanguardia de las mujeres cineastas, con las inevitables referencias del nouveau roman entonces imperante y abriendo paso a la nouvelle vague: “la Varda sabe de lo que habla cuando dice que al cine le hacen falta más personas como Jean‑Luc Godard, ese filósofo solitario que supo cómo cambiarlo” (Página 12)

Fotógrafo y realizadora viajan y descubren pueblos y personas, fábricas, trenes y barcos; con el afán puesto en retratar tantos rostros como puedan, inmensos retratos en blanco y negro ampliados en la misma furgoneta,  y decorar con ellos las fachadas, a las que confieren una nueva vida. El resultado es, en parte y también, un fragmento de autobiografía de la mujer que recuerda el momento exacto en que fotografió al amigo fallecido, en que visitó ese lugar por primera vez, cuando los alemanes huyeron abandonando residuos guerreros en las playas, que sabe donde se encuentra el cementerio minúsculo que alberga la tumba de Cartier-Bresson…

Un viaje que es al mismo tiempo una lección de humanidad en la que hablan de ellos, de los otros, del arte y también del cine. De Godard, al que pretenden visitar en su casa de Suiza, y de Buñuel, porque cada vez que Agnés se pone las gotas de colirio que ahora necesitan sus ojos cansados se acuerda de “El perro andaluz”.





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