El 21 de febrero de 2018 ha sido un día negro para la
libertad de expresión en el país de los ayatolas del PP.
En el tiempo record de menos de 12 horas, el Tribunal Supremo confirmó la condena
de tres años y medio de cárcel que la Audiencia Nacional había impuesto al
rapero José Miguel Arenas Beltrán, alias ‘Valtonyc’, por delitos de
enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves a la Corona y
amenazas no condicionales, contendidos en unas cuantas de canciones de las que
es autor, y que subió a Internet donde
son accesibles de forma gratuita; la jueza de Collado Villalba Alejandra
Pontano acordó -a petición del exalcalde de O Grove (Pontevedra) José
Alfredo Bea Gondar, quien demandó
en enero a Carretero y a la editorial Libros del KO por supuesta vulneración de su derecho al
honor- el secuestro
cautelar y la prohibición de volver a editar y comercializar el libro “Fariña”,
una obra publicada hace tres años, en la
que el periodista Nacho Carretero profundiza en la historia del narcotráfico
gallego; y, por último y no menos grave, a petición de Ifema (la institución
que gestiona las instalaciones de la Feria de Madrid, entidad consorciada y participada
accionarialmente por la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento de Madrid, la
Cámara de Comercio e Industria y Fundación Obra Social y Monte Piedad de
Madrid), la galería Helga de Alvear
retiró de su stand en la feria de arte contemporáneo ARCO la serie de 24
retratos que componen la obra del
fotógrafo Santiago Sierra titulada “Presos políticos en la España contemporánea “, que
incluye entre otros a Oriol Junqueras, presidente de Esquerra Republicana de
Catalunya (ERC), y a Jordi Sánchez, presidente de la Asamblea Nacional Catalana
(ANC), acusados de rebelión
y sedición por el procés.
El
saldo de ataques a la libertad de expresión no está nada mal para un país en panne, averiado, estropeado, que no funciona, donde algunos jueces y
fiscales llevan varios meses (seguramente años, pero nos hemos dado cuenta
ahora) actuando al compás que le marcan el gobierno y algunos políticos del
partido que apoya al gobierno, y donde ha tenido que aparecer un delincuente,
corruptor de corruptos, para recordar al ministro de Justicia reprobado por el
Parlamento, Rafael Catalá, que es mala cosa que a la justicia haya que ponerle
adjetivos: que la justicia no tiene que ser ejemplar, sino justicia y punto.
La
sucesión de atentados a la libertad de expresión en un solo día nos devuelve no
a los tiempos oscuros del franquismo, cuando la censura secuestraba libros y
artículos, y de paso colocaba morbosos retales sobre los pezones y el sexo de las
aspirantes a starlette que pretendían
atajar el camino a la fama fotografiándose
desnudas, sino a mucho más atrás. Escuchando las tropelías políticas y
jurídicas de las últimas horas he sentido que montaba en la máquina del tiempo
y daba marcha atrás hasta regresar a la Edad Media, a los tiempos negros de la
Inquisición, cuando para escarmiento (y para ser ejemplares) los jueces quemaban los libros en las plazas y mandaban
a los presos caminando hasta el patíbulo,
con la cabeza rapada y un sayal que apenas tapaba sus vergüenzas.
Si
los ciudadanos no ponemos freno a tanto desmán, la Turquía de Erdogan, el Irán
de los ayatolas y la China de la “omnicensura” (por no citar a Corea del Norte, donde
realmente no sabemos qué pasa) son, sin duda, ejemplos que en breve
contemplarán nuestros dirigentes y los jueces que actúan a sus órdenes.
De
momento, se les escapa Internet, que fluye entre sus dedos sin que consigan
atraparlo (como decimos siempre, Internet tiene cosas buenas y otras que hay
que vigilar; en este caso ha actuado de hada madrina): Amazon hizo ayer un
discreto agosto vendiendo todos los ejemplares que fueron apareciendo del libro
de Nacho Carretero, y la galería madrileña Helga de Alvear, que horas antes
actuó como brazo ejecutor de la censura,
vendió después por 80.000 euros las 24 fotografías de la serie “Presos
políticos” de Santiago Sierra (que supongo está celebrándolo todavía). En
cuanto al rapero “Valtonyc” –cuyas letras me parecen de un gusto deleznable desde
el punto de vista estético, pero no por eso le daría garrote vil, allá él con
su “arte”-, que ha multiplicado por tres
dígitos sus fans en las redes, piensa reclamar sus derechos fundamentales en el Tribunal Constitucional y,
si fuera menester, en el de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Siempre he mantenido que la
libertad de expresión no tiene límites. Que se puede decir todo y que, en caso
de controversia, decidan los tribunales. Pero, naturalmente, yo me refiero a
unos tribunales justos, a una
justicia proporcionada, no a la que
inventa un delito de rebelión cuando no existen armas ni intento de toma del
poder violento, ni a la que encuentra
apología del terrorismo e injurias a la corona (¿qué es esto?, ¿por qué no se
miran en el espejo británico?) en las letras de un rapero, que tienen que rimar
en consonante.
Como en otras ocasiones, me
veo obligada a echar mano de la célebre frase pronunciada por el muy
conservador Antonio Cánovas del Castillo cuando, en plena redacción de la
Constitución de 1876, a la hora de
definir quiénes son los españoles, el presidente del Gobierno y promotor de la
Restauración, sugirió: «Pongan que son españoles los
que no pueden ser otra cosa». Porque, decididamente, este país de ayatolas no
me gusta y si pudiera me apeaba, aunque fuera en marcha.
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