El amor,
como el vino, necesita tiempo. Debe fermentar. Y al final no todo está podrido » (Jérémie Couston, Télérama)
Dirigida por Cédric Klapisch (“Las
muñecas rusas”, “Una casa de locos”), e intrepretada por Pio Marmai
(“El primer día del resto de tu vida”), Ana Girardot (“El hombre perfecto”),
François Civil (“Elias”) y María Valverde (“Ahora o nunca”), “Nuestra vida en la
Borgoña” (Ce qui nous lie) es un retrato de la familia y
también de las disputas y controversias a la hora de recibir una herencia, bastante menos boyante de lo
que parecía.
Historia nostálgica y bastante conservadora, que hace un alegato de los
valores de familia y tradición y transcurre “en los límites del reportaje
turístico”, recoge según mis colegas franceses dos subgéneros del cine francés:
las películas de viñas y las ficciones en torno a la herencia, “es decir, dos
historias de transmisión, con muchas autopistas hacia la exaltación del cromo
de un viejo mundo ‘más auténtico’ al que acecha la desaparición” (Libération),
amparado por la sombra de una memoria familiar, siempre burguesa, y con una
pizca de didactismo (incomprensible para los nulos, como yo) en las
explicaciones de las diferentes etapas del crecimiento de las viñas y la
fabricación de los caldos. Y con una voz en off que, al tiempo, nos va llevando
por los interrogantes existenciales del protagonista y sus dos hermanos, todos
jóvenes, guapos y muy modernos pese a conducir tractores y dedicar un tiempo
considerable a probar las uvas en la planta, para determinar el momento exacto
de la recolección.
Con sinceridad absoluta creo que el argumento es más propio de una
serie televisiva (para consumo local), por lo que no he podido resistir la
tentación de pensar en otras de enorme popularidad en su tiempo, como Falcon
Crest, aunque allí más que de la reconstrucción de una fratría perdida en el
tiempo se trataba de ver como se destrozaba una familia en generaciones
sucesivas, también con unos viñedos en el horizonte.
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