Durante la última década he tenido que efectuar, en tres ocasiones, estancias de distinta longitud en el hospital que durante muchos años conocimos como Clínica de La Concepción (un homenaje implícito a la esposa de su fundador), que el tiempo ha devuelto a su nombre original: el del médico Carlos Jiménez Díaz que lo creó en 1935 como Instituto de Investigaciones Médicas, por más que ahora apenas quedemos unas cuantas docenas de personas que sepamos quien fue aquel ilustre, y respetado entre sus pares, doctor madrileño fallecido en 1967, y a pesar de que la obra de su vida –que ahora se conoce como Fundación Jiménez Díaz- haya pasado a engrosar ese emporio de la sanidad española llamado Quirón que cuenta con 57 hospitales y 127 centros sanitarios, según consta en la web corporativa (quironsalud.com).
Mencionaba al comienzo mis diferentes estadías en la
Fundación con el firme propósito de
dedicarle todos los adjetivos de carácter
laudatorio que conozco, a pesar de lo cual no sé si conseguiré celebrar como se
merece el trabajo de todo el personal sanitario –desde los especialistas que
dirigen equipos numerosos, donde se forman las siguientes generaciones de médicos, hasta los trabajadores de limpieza
y mantenimiento- que se mueve por sus interminables pasillos, despachos,
consultas y salas de espera. Estoy hablando de cientos, quizá miles, de
profesionales amables, respetuosos, empáticos y capaces de una última sonrisa
(si fuera necesario) a pesar de estar cumpliendo un exhaustivo horario, siempre
“a bout de soufflé”, durante el cual se han enfrentado a todo tipo de
situaciones límite, incluida la muerte.
Es justamente el carácter ejemplar del comportamiento de
todos los trabajadores de la Fundación Jiménez Díaz lo que me impulsa a sacar
del cajón de los recuerdos penosos el caso de la enfermera Laura, una
prepotente y desagradable profesional quien, de servicio en la noche del 21 al
22 de marzo de 2025, quiso que quedara claro quién mandaba en la habitación 21
de Neumología donde una paciente de más de ochenta años, enferma, asustada y
vulnerable, que llevaba una larga semana internada, lo que esperaba en aquel momento era que alguien pudiera
acompañarla al baño. No descarto que a la enfermera Laura le hubiera ocurrido
algún percance desagradable en su casa o en la calle, pero en ningún caso puede
ser una coartada que justifique tratar mal -maltratar- a un paciente.
Estábamos en que cuando la enferma esperaba que alguien le ayudara a levantarse lo que irrumpió en la
habitación, al grito de “Vengo a comprobar sus constantes”, fue una mujer de larga melena rubia que arrastraba
un tinglado con los instrumentos para
leerlas (presión arterial, saturación de oxígeno y temperatura). Con evidente
enfado la paciente pidió que primero le llevaran al baño y, para su sorpresa,
la enfermera Laura se echó sobre la barandilla de la cama gritándole (textual):
“Lo primero son buenas noches, lo primero son buenas noches…Yo acabo de llegar
y vengo de otra habitación con otro paciente”. A continuación se puso a
comprobar las “constantes” y solo después, y después de decir en voz alta que la
enferma se había enfadado, ordenó a alguien que le acompañara al baño.
¿Verdad
o fake?
Los dos últimos párrafos de este escrito pueden ser una
pesadilla, un cuento de terror inspirado por el cóctel de medicamentos que
consumía diariamente o, por el contrario, una denuncia en toda regla del
comportamiento prepotente y nefasto de una enfermera de la Fundación Jiménez
Díaz con una paciente que se sintió como si hubiera vuelto a la infancia del
colegio de monjas, cuando los castigos eran corporales. Que sea una u otra cosa
depende únicamente de la enfermera Laura, ella sabe cómo encontrar mis
coordenadas y pedirme disculpas.
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