Lo que más me gusta del cine que el
finlandés Aki Kaurismaki ha hecho sobre los refugiados es que sus protagonistas
son la gente buena, que existe, que haberla hayla aunque solo muy raramente
suele aparecer en las historias filmadas.
Existen todos esos voluntarios que
salen al Mediterráneo en barcos, desde Italia y Grecia, para recoger a quienes
se juegan la vida, y a veces la pierden, cruzándolo en malísimas condiciones;
existe el médico de Lampedusa, que lleva 26 años ocupándose de los migrantes
que llegan a su isla; existen los habitantes de esos pueblos del sur del sur,
incluidos los de las costas andaluzas y canarias, que proporcionan alimento y
abrigo a los desesperados que arriban a sus playas y existen los vecinos de El
Havre, la localidad francesa donde migrantes y refugiados llegaron a establecer
un auténtico pueblo de carpas, tiendas y barracas de latón, que los políticos y
la prensa llamaban “la Jungla”, donde esperaban meses, e incluso años, la
oportunidad de colarse en un camión que les llevara al otro lado del canal de
la Mancha. Unos vecinos que lo primero que hacían era poner su teléfono móvil
en manos del recién llegado para que pudiera avisar a la familia, normalmente en
la otra esquina del globo. En “El Havre”, Kaurismaki nos contaba de un joven
migrante del África negra acogido en esa ciudad por un escritor fracasado.
En su última película, “El otro
lado de la esperanza”, también se trata de dos destinos que se cruzan: el de
Wikhström, propietario, recién divorciado, de una restaurante popular, y el de
Khaled, joven migrante sirio apenas desembarcado de un carguero, donde ha
viajado escondido en una montaña de carbón, en el Helsinki nocturno del que
Kaurismaki dice que hay que estar realmente en las últimas para elegirlo como
destino. La policía finlandesa rechaza la demanda de asilo de Khaled quien, sin
embargo, decide quedarse en el país de “ilegal”. Una noche, Wikhström le
encuentra en el patio de su restaurante y decide protegerle.
Hace años Kaurismaki anunció que
pensaba hacer una trilogía sobre el tema migratorio; pero hace muy pocos meses,
al presentar “El otro lado de la esperanza” en la Berlinale -donde consiguió el
Oso de Plata al mejor realizador- comunicó que no solo la trilogía quedaba sin
conclusión sino que además ponía punto final a su carrera de realizador para, a
partir de ahora (tiene 59 años) dedicarse “a vivir” su vida. Lo que, sin duda, será
excelente para él pero una gran pérdida para el cine.
“El otro lado de la esperanza” es
una fábula con discurso humanista que predica la solidaridad, sin pontificar ni
pretender dar lecciones. Una llamada al sentido común a partir de las cosas
fundamentales, con personajes emblemáticos inmersos en un problema
contemporáneo -el de los refugiados y migrantes económicos- que, en ocasiones,
lleva a situaciones desesperantes.
Con la dosis de humor subversivo
necesaria para contar de forma digerible la desesperación, pero también con una
cierta especie de realismo poético, denuncia el cinismo de los poderosos frente
a quienes carecen de todo, en este caso la gente que abandona sus países
huyendo del hambre, la opresión o la guerra, y las políticas de los países
occidentales que sobre el papel se reparten los refugiados como si fueran
bollos para merendar, y después ni siquiera cumplen los compromisos; y
mientras, los afectados esperan una improbable “liberación” recluidos en
campamentos infectos, helados y húmedos en inviernos, insoportables y poblados
de insectos en verano, donde se contagian enfermedades y crecen epidemias.
Sin sentimentalismos innecesarios,
con tranquilidad y ternura, Kaurismaki aborda un tema espinoso y, en cierto
modo, absurdo, porque la realidad es que los países occidentales y
desarrollados necesitan la mano de obra de esos emigrantes que llegan de zonas
geográficas menos opulentas, o devastadas por guerra, catástrofes y plagas,
para pagar los salarios y las pensiones de los ciudadanos de la “sociedad del
bienestar” (términos más que discutibles, aunque aceptados universalmente para
hablar de “nosotros”). Sociedad que Kaurismaki retrata a la perfección, en un
país superdesarrollado y ejemplo mundial en materias como la educación o la
sanidad, medio velado por el “humo de las colillas, perfumado con vapores de
alcohol y rayado por riffs de guitarras (con un retrato de Jimmi Hendrix en
segundo plano). Un mundo singular que hace al nuestro más divertido, más cálido
y más humano, porque todo es cuestión de puntos de vista” (Pascal Mérigeau,
L’Obs).
En un país, Finlandia, donde son
escasos los realizadores cinematográficos, Kaurismaki destaca desde hace casi
treinta años, eligiendo para sus películas temas siempre sociales “calientes”,
como este de los migrantes considerados “ilegales” por los gobiernos europeos,
que amenaza con no acabar nunca, y convirtiéndolos en obras maestras.
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