“En 2009, en A Serious
Man, los hermanos Coen contaban la vida de un profesor de física que parecía
víctima de un castigo divino y buscaba en vano la explicación de su lamentable
destino preguntando a rabinos cada vez más enigmáticos...Se puede entender
Leviatán como la respuesta rusa y solemne al humor negro estadounidense de los
Coen; las dos películas hacen una relectura del Libro de Job” (Didier
Péron, Libération)
En un pueblo del norte de Rusia, un
paisaje casi lunar, desértico, bordeado por un mar rebelde, vive el mecánico
Kolia con su hijo adolescente, Roma, y su segunda mujer, Lilya. Amenazado de
expropiación por el alcalde Vadim Sergeyich, un potentado mafioso, recurre a un
viejo amigo abogado, que llega de la capital para acompañarle en sus gestiones
policiales y judiciales, aunque siguiendo la tónica general de la sociedad en
la que vive no alberga ninguna esperanza de vencer en el terreno judicial sino
en el del chantaje, apoyándose en una lista de chanchullos, sobornos y
extorsiones, protagonizadas por el político y sus colaboradores. Lo que no
significa en absoluto que vayan a ganar el litigio. Son dos universos
irreconciliables los que se enfrentan.
El Leviatán, criatura mitológica
con connotaciones religiosas, es un monstruo de proporciones gigantescas
dispuesto a tragarse todo lo que se cruce en su camino. Leviatán es el título de
la última película del ruso Andreï Zviaguintsev (El destierro, Elena). Presente
en muchas mitologías, el Leviatán es un monstruo que representa normalmente el
caos, aunque para el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) es una metáfora
del Estado.
Drama épico sobre un destino
recurrente en nuestra época –el enfrentamiento entre los ciudadanos y las
instituciones, la prominencia del Estado sobre el individuo-, Leviatán es una
película potente, densa, furiosa, árida y cruel que reflexiona sobre el mal
imperante en la gangrenada nueva sociedad rusa, siempre amnésica, con sus
multimillonarios procedentes de la corrupción generalizada sobre un fondo de
paisajes grandiosos e interpretada por unos actores soberbios (Alexeï Serebriakov,
Elena Liadova, Vladimir Vdovitchenkov). Para hablar de la putrefacción moral
del país, el realizador Andreï Zviaguintsev ha elegido centrarse en el día a
día de una comunidad sin aliento, asfixiada por las exigencias del poder y que
guarda en su memoria el culto a la violencia de otros tiempos. Hoy como ayer,
los poderosos rusos están protegidos por la ley, hoy como ayer se mantiene la
connivencia entre políticos y popes en la utilización de dios, en este caso el
de los ortodoxos, para justificar la impunidad de los criminales.
Enfrentándose como dos vaqueros en
un clásico del cine americano, Kolia, el expropiado, y el alcalde expropiador,
ambos encharcados en vodka, se insultan cada vez que se cruzan, esperando
vencer en la contienda. “Zviaguintsev ha filmado su país como exangüe, el
alcohol ha reemplazado a la sangre en las venas de sus compatriotas. Todos
beben de la mañana a la noche: pequeños y mayores, hombres y mujeres,
pueblerinos y ciudadanos, ahogan en vodka su malestar y su remordimiento por
haberse convertido en lo que son” (Pierre Murat, Télérama).
La bebida les ayuda a tolerar sus
debilidades y su resignación. Los rusos de Leviatán tienen ese mismo sentido de
culpabilidad que traviesa toda la gran literatura y el buen cine del país. Se
saben mediocres pero ignoran como salir de la esa mediocridad, apoyan a Putin
como antes apoyaron a Stalin y desahogan su rabia en una sesión de tiro al
blanco, cuyos objetivos son amarillentas fotografías de Lenin, Breznev o
Gorbatchev, descolgadas de los despachos oficiales “¿Dónde están los más
recientes?”, pregunta uno de los participantes. “Todavía no tenemos la suficiente
perspectiva histórica», responde otro.
Como en muchas otras películas
rusas, en Leviatán –donde quedan magníficamente plasmados cuatro de los
fundamentos del país actual: el simulacro de democracia, la corrupción, la
religión y el vodka-, Premio al mejor Guión en el último Festival de Cannes,
hay también una gran lirismo solemne y casi místico que le acerca a sus grandes
clásicos; mediante lo que sucede a este mecánico se critica a todo un país,
grande casi como el resto de Europa, y cuestionando “la condición humana puesta
a sueldo de estados que no tienen de estado más que el nombre” (Jacky Bornet,
FranceCultureTV).