Aplaudo la incorporación en los últimos meses y semanas a “la pública” (1 y 2) de un escogido puñado de caras nuevas –en sentido estricto no son nuevas, algunas vienen de “triunfar” en otros canales, cadenas, plataformas, podcasts, etc., y a otras no les habían renovado los contratos en televisiones autonómicas, privadas que hacen doblete en “lo privado” y en “lo progre”, y en el cortijo que Berlusconi se montó aquí-, repito, caras nuevas que aportan sangre fresca a una programación en la que lo mejor que ofrecía –y lo digo completamente en serio- eran programas sobre la reproducción de los gusanos de seda, los envidiables casoplones que construyen, casi solo con sus manos, los canadienses en cualquiera de sus espectaculares paisajes con lago, y las películas nocturnas. Las películas siempre nos salvan de morir ahogados en vulgaridad y plagio, pero tienen el inconveniente de que durante la semana quedan fuera del alcance de todos los que madrugan para ir a trabajar.
Ha sido, decía, un jubileo
darle al botón y encontrar sus rostros y
sus propuestas sin caspa –algunas hasta vanguardistas- que entre otras cosas han desterrado los molestos y obstinados bustos
parlantes, se sientan y se levantan alternativamente y sobre todo hablan como nosotros, como
hablamos en el supermercado, en la cola del bus, en la consulta del centro de
salud o con los vecinos (lo que implica la
inclusión de algunas expresiones barriobajeras que también son manifestación
cultural).
Estoy segura de que, en general, escuchar un expresivo “joder!” en la pequeña pantalla –lo de pequeña es otro
eufemismo, en casa de algunos amigos he visto pantallas grandeur nature que hacen las veces de gigantescos biombos separando
“dos ambientes”- no molesta en absoluto (yo diría que ni siquiera
sorprende). Lo que chirría y no tiene un pase es que, por ejemplo, nos hablen de “linaje” mientras estamos disfrutando
la paella del domingo.
El programa que presuntamente se dedica a comentar “las
cosas del corazón” que - seamos sinceros, si hay que hacerlo se hace pero mejor
no se presume- lo que comenta es la privilegiada
existencia de personas que o son exhibicionistas
natos, o son ricos por familia, o no hacen nada de provecho y venden hasta lo
indecible para pagarse los gastos y los vicios, o no se sabe por qué han
entrado en el mundo del “famoseo” que mueve millones y da trabajo a distintos
oficios, entre ellos este nuestro del periodismo.
El programa que tengo la impresión de conocer desde siempre
con distintos nombres, la Wikipedia me dice que empezó a emitirse en 1993, ha
ido cambiando (apenas nada de calado) y ahora es una “tertulia” en toda regla,
en la que participan media docena de “expertos” capitaneados por Ane
Igartiburu, a la que también conozco desde la prehistoria, y Javier Hoyos –Javi
para los colegas- al que no había visto antes pero que, he sabido por una publicación cuyo nombre
me niego a escribir (1), es “periodista,
presentador, actor, tiktoker y youtuber”, mide 1,90 y “habla muy bien de su
chico”.
En este programa, donde no hay nada que “ponga” más que una alfombra roja
se aplauden “exclusivas” como el menú de la última boda del último de los hijos
de la fallecida duquesa de Alba quien,
por cierto, acudió a la ceremonia disfrazado de caballero de no sé qué orden
medieval. Toda la tertulia estuvo de acuerdo en reconocer “el linaje” del novio
cuando alguno de ellos lo metió en la conversación; algo que por lo visto
imprime carácter (como la sangre azul de las monarquías), coloca a los
comentaristas en posición de subordinados y exonera al tipo disfrazado del
resto de majaderías cometidas, a juzgar por el tono en que continuó la emisión.
De “linaje” no hay que hablar en ningún programa (salvo que se trate de
ganadería). Ni siquiera en este que,
dado sus contenidos, alguna licencia puede permitirse: no hay que hablar
en ningún caso de “linaje” (tampoco hay que repartir tanto jabón, pero no es el
tema de hoy) porque es una antigualla de palabra y tiene un sentido fuera de
lugar en el siglo XXI. No se trata de censura, ni siquiera de autocensura (2).
Y tampoco es el caso de invocar la libertad de expresión. Lo que hay que hacer –sin
llamarnos a engaño, ya sabemos que si todo cambia algún día el único dilema de
la ultraderecha va a ser elegir entre la motosierra y el lanzallamas- es dar también una capa de modernidad al
lenguaje y recordar siempre que ningún ser humano es más que otro, por más galones
y alamares que se ponga, y más fincas que herede.
(1) pertenece a ese subgénero del periodismo que inventa
historias, colabora con lo peor de cada casa y siembra odios.
(2) Lo juro con la mano en el pecho, en solidaridad con las
mujeres andaluzas que están perdiendo el suyo porque les privatizan la sanidad
y mientras tanto destruyen los resultados de las mamografías.
Además que de censura yo sé un rato: a mucha honra,
despedida de Nuevo Diario (a su director, Salvador López de la Torre, alférez
provisional en la guerra civil, teniente de Infantería en la División Azul, no
le gustó que me detuvieran por “propaganda ilegal”, que en mi caso significaba
escribir en publicaciones clandestinas antifranquistas); y expulsada de la Universidad Complutense (por
lo mismo, en este caso el papel lleva la firma ilegible del Vicerrector).

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