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Los Ceaucescu murieron ejecutados |
El 16 de diciembre de 1989, las autoridades
rumanas expulsaban al religioso anticomunista László Tőkés de su parroquia de Timisoara. Una actuación que se convertiría
en “la chispa que iba a prender la revolución rumana”, escribe Joël Le Pavous
en el digital francés Slate.
En realidad todo había empezado unos meses antes
y podría haber sido un buen guión de espionaje. En la primavera de 1989, dos
periodistas canadienses, Michel Clair y Réjean Roy, llegados a Rumania como
turistas, entrevistan al pastor anticomunista húngaro Tökés, que se ha
convertido en objetivo de la Securitate, la temible policía política secreta
del dictador Ceaucescu: para conseguirlo, han contactado con un hermano del
religioso que vive exiliado en Montreal.
Las grabaciones de la entrevista salen
clandestinamente del país y se emiten el 24 de julio en el programa “Panorama”
de la televisión pública húngara. Tökés denuncia la “sistemática destrucción de
pueblos en nombre de la industrialización a marchas forzadas, la romanización
de las grandes ciudades transilvanas mayoritariamente de habla magyar o
alemana, la asfixia de la cultura y las escuelas húngaras y el silencio
cómplice de los eclesiásticos rumanos”.
Dos días después de emitirse la entrevista, el
obispo de Oradea Laszlo Papp, que llevaba tiempo intentando cambiarle de
parroquia, le acuda de traición al estado rumano y le denuncia a la policía. El
20 de octubre, un tribunal fija la fecha del 15 de diciembre para la expulsión
de Laszlo Tökés: “La presión de las autoridades aumentó a partir del verano –ha
explicado a la agencia húngara MTI el periodista Arpád Gazda, amigo del pastor-
La policía controlaba a las personas que le visitaban en su casa. En octubre me
destinaron a Lugoj, a una hora de Timisoara. Iba y venía a diario. A otros colegas
los trasladaron a Bucarest y a dos amigos físicos a Cernavodä, a 800 kilómetros
d allí”.
Laszlo Tökés ya fue interrogado
por la Securitate en 1982, a cuenta de unas colaboraciones en la revista
clandestina en lengua magyar “Ellenpontok” (Contrapunto) cuando estaba
destinado en el pueblo de Dej, en Transilvania, Le enviaron al pueblo de
Sanpetru de Cämpie, se negó a ir y vivió dos años en casa de sus padres. Su
caso llegó hasta el Senado de Estados Unidos y Tökés regresó a Timisoara en
1986, desde donde no paró de denunciar el totalitarismo rumano.
En 1988 de nuevo se
convirtió en la bestia negra de la dictadura a causa de unos poemas de autores
prohibidos leídos en un acto ecuménico calvinista en Timisoara y una
representación en húngaro de la compañía de teatro Thalia, que fue disuelta. Un
año más tarde, el 16 de diciembre de 1989, el ejército forzó la cadena humana
que se formó en Timisoara para impedir la expulsión del pastor y se lo llevó a
una residencia vigilada en Mineu, distante cinco horas al norte.
El portal rumano Mérce lo
recuerda así: « La calle –húngaros y rumanos mezclados- se unió para
apoyar a Tökés. La concentración convocada para impedir su expulsión se
transformó en protesta masiva. El 17 de diciembre los manifestantes invadieron
la sede local del Partido único. El 18, el movimiento se trasladó a otros
pueblos. El 21, Ceaucescu pronunció su último discurso en Bucarest, entre
ruidos de balas y gritos en su contra. El 22, el ejército tomó el poder y
detuvo al dictador cuando intentaba fugarse. El 24, la pareja Ceaucescu murió
fusilada tras un proceso expeditivo aprobado por decreto del presidente
interino Iliescu ».
Tőkés no vió
nada de la revolución, a pesar de ser uno de sus símbolos. Mientras en las
calles del norte al sur se gritaba “Libertate, los inspectores de la Securitate intentaban diariamente
hacerle confesar que era un agente pagado por un país extranjero para derrocar
el régimen rumano. El día de Nochebuena se enteró por la radio de la muerte del
« Conducator », la caída del régimen comunista y el final de su
detención. La Unión Demócrata Magyar de Ruymania (UDMR), fundada el 25 de
diciembre, le nombró Presidente de Honor. Un año más tarde, abandonó el
partido, que se había integrado en el Frente de Salvación Nacional de Ion
Iliescu, decepcionado porque « el nuevo poder se comportaba como el
antiguo ».
Aquel
23 de diciembre de 1989, por la
tarde-noche, yo llegaba la Hotel Intercontinental de Bucarest –donde se alojaba
la prensa internacional- junto con un compañero fotógrafo, una reportera de la
Agencia Efe y un enviado especial estadounidense, a quienes recogimos en la
frontera con Bulgaria. Veníamos en coche desde Yugoeslavia y en los 80
kilómetros que van desde la frontera búlgara hasta Bucarest nos habían parado
hasta tres patrullas de control, formadas por adolescentes que empuñaban kalashnikov
y se tranquilizaban con cajetillas de tabaco. En uno de los controles pedí
hablar con el embajador de España, lo que pude hacer con total normalidad.
Pese al nombre rimbombante
y a que pertenecía a una prestigiosa cadena de grandes hoteles internacionales,
a esas horas en el Intercontinental los cristales de las ventanas estaban
hechos añicos sobre las colchas de las camas y no se podía conseguir nada más
nutritivo que una tortilla francesa metida en una barra pequeña de pan. Al día
siguiente, tras un desayuno de café y pan, recorrimos la ciudad con los tanques
en las calles, visitamos un hospital y la Universidad y nos vendieron el cuento
de los “cientos de huérfanos de Ceaucescu” que llenaban los hospicios. Por la
noche, el embajador español llegó al hotel con un paquete de filetes de buena
calidad, destinados a “la cena de Nochebuena de los periodistas españoles”.
Estábamos sentados a su mesa en el comedor del hotel, comentando el día, cuando
en la pantalla de la televisión un locutor explicó –en un rumano que se
entendía todo- que “cogidos con las manos en la masa, intentando escapar con
las joyas y el dinero que tenían en el palacio, los Ceaucescu habían sido
ejecutados”. Mientras la imagen de los dos fusilados, caídos uno sobre otro,
llenaba la pantalla, los periodistas salimos corriendo a hacer cola en los
teléfonos y abandonamos al embajador y a los filetes enfriándose en los platos.
Hace cinco años, en tal día
como hoy, el diario británico The Guardian entrevistó al paracaidista Ionel
Boyeru, el hombre que aseguraba haber colocado a Helena y Nicolae Ceauscescu
contra el muro, y haberles disparado. Eran tres, pero Boyeru estaba seguro de
que fueron las balas de su kalachnikov las que acabaron con la vida del
dictador y su esposa: “Sacamos a la pareja fuera mientras Nicolae cantaba La
Internacional y su mujer se encaraba con un sargento y le mandaba a la mierda.
Les alineamos junto al muro y les disparamos”. Aseguró a The Guardian que, en
el momento de disparar, uno de sus compañeros se quedó quieto, bloqueado, y el
otro olvidó poner el arma en modo automático: “Disparé muy rápido. Pienso que
les ayudé a morir con dignidad. No se lo deseo a nadie, es muy difícil matar a
personas que no van armadas. En aquel momento, todo el mundo querría haber
estado en nuestro lugar. Hoy ya no piensan lo mismo”.
Treinta años después de
aquellos sucesos, tan solo dos placas grabadas en rumano, serbio, alemán y
húngaro, recuerdan al presbítero Tökés y que la revolución partió de la iglesia
Piata Maria de Timisoara.
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