miércoles, 19 de octubre de 2016

Verano en Brooklin (Little Men): amigos, aunque no para siempre


“Por suerte, tu padre se adapta. De eso va la vida” (la psicoterapeuta a su hijo Jake)

“Verano en Brooklin” (Little Men), última película del estadounidense Ira Sachs (“Love is Strange”), es la breve historia de amistad de dos adolescentes de 13 años, basada en la complicidad, que resisten a las presiones de sus familias enfrentadas. Preciosa, sencilla y tierna historia casi poética sobre la familia, las relaciones humanas y la lealtad en una sociedad condicionada por el abrumador peso de la economía. También sobre las pérdidas -de la inocencia, de una tienda, del tejido social de un barrio- que son irreemplazables. Y sobre el choque de clases en un barrio que está cambiando en los últimos años, ahora Brooklyn está de moda; pronto los escritores, pintores y artistas en general habrán desplazado a buena parte de sus antiguos habitantes, de origen obrero.

En el reparto, dos jóvenes actores excepcionales, Theo Taplitz y Michael Barbieri, que en la pantalla viven los últimos días de su infancia; y la siempre recordada protagonista de “Gloria” (otra joya del cine de andar por casa), Paulina García, junto a Greg Kinnear (“Pequeña Miss Sunshine”) y Jennifer Ehle (“Historia de una pasión”).

Cuando muere el abuelo de Jake (Theo Taplitz), un chaval soñador y tímido, dotado para el dibujo, sus padres se mudan del apartamento donde vivían en Manhattan a la casa del abuelo en Brooklyn. Allí conoce a Tony (Michael Barbieri), impetuoso, que espera llegar a ser actor y desplazar a Al Pacino en las preferencias de los espectadores, cuya madre, soltera, emigrante chilena y costurera, Leonor (Paulina García), tiene una tiendecita en los bajos del edificio. La amistad de los chicos va creciendo hasta el momento en que los padres de Jake -un actor teatral cargado de buenas intenciones y escasos éxitos, y una psicoterapeuta- entran en conflicto con la modista, a la que pretenden aumentar considerablemente el precio del alquiler. Aliados, los chicos resisten -llegando incluso a negarse a hablar con sus mayores en señal de protesta- hasta que la realidad les da en la cara como una bofetada.

Alguien que no está presente en la narración, el abuelo fallecido, de nombre Max Jardine y del que se habla continuamente, es también personaje central de este drama doméstico, ya que mantenía unas pésimas relaciones con sus hijos (hay una hermana del actor que también quiere su parte en el botín de la herencia) mientras que prácticamente había adoptada a la inquilina del bajo, con la que mantenía una hermosa relación de amistad y protección: “Tu padre y yo -explica Leonor al heredero- éramos muy buenos amigos, pasábamos mucho tiempo juntos. ¿Cómo es que tu hermana y tú no entendéis que vuestro padre quería que yo siguiera aquí? Yo era su familia mucho más que vosotros”. Palabras arrogantes que pueden ser, o no, ciertas, porque eso es algo que no hay modo de comprobar. De forma que, en principio, los padres de Jake son los malos de la película que acosan a la dueña de un pequeño negocio que anima el barrio. Pero el guionista, que parece no querer tomar parte, tiene la habilidad de conseguir que todos los personajes tengan algún aspecto que les haga simpáticos.

Al realizador, Ira Sachs -50 años, profesor en la Universidad de Nueva York, judío y homosexual- parece preocuparle realmente el problema de la vivienda en su país. En la película que le consagró, “Love is Strange”, en 2014, una pareja de gays mayores se ve obligada a separarse cuando pierden el piso que compartían en Manhattan, hundiéndose en el dolor y la nostalgia. Ahora, en “Un verano en Brooklin”, de nuevo insiste en que el cambio en un contrato de alquiler puede cambiar no solo la dirección postal de una familia, también su vida. Ira Sachs es totalmente consciente: “Mis películas versan sobre la intimidad y la economía, dos aspectos que se conjugan juntos” (declaraciones al Daily Best). “Es muy fácil tomar decisiones moralmente acertadas cuando no tienen que ver con el bolsillo”.

Resumiendo: Yo divido las películas en buenas, malas y peores; “Verano en Brooklin” es una buena película que juega con las emociones primarias “de esos hombres pequeños que son los adolescentes, y nos habla de la pequeñez y grandeza de los hombres” (La Nación), recordándonos el peso abrumador que la economía puede llegar a tener en los sentimientos, como el dinero lo puede cambiar todo, y descubriéndonos que aún sigue habiendo un cine de historias sencillas, sin efectos especiales ni alardes virtuales, que resiste pese a la avalancha que sirve Hollywood cada temporada.

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