Elegía a una madre y un mundo que desaparece
“Cuando nuestro padre era soldado, por la noche nos sentíamos solos”. Este libro está lleno de frases hermosas como ésta. Comienza con el duelo que acompaña al ataúd de la madre, continúa con la infancia y la madurez del hijo y habla siempre del campo, el medio rural tradicional que insensiblemente va desapareciendo y parece que muere con la madre, al tiempo que con él desaparecen un tipo de hombre (y naturalmente de mujer) y un tipo de moral.
Un
altar para la madre -del italiano Ferdinando Camon, Premio Strega 1978, que
ahora publica Editorial Minúscula- pone en relación la memoria con los
recuerdos aludiendo siempre a la pertenencia: la del mundo campesino, con sus
valores y sus mitos. Un libro que tiene casi tantas lecturas como títulos;
porque, mientras en la traducción al castellano conserva el original, como
explica el propio autor en el prefacio a esta edición, en Francia se ha llamado
Apothéose, en Estados Unidos Memorial y en Brasil Inmortalidade,
igual que “un país islámico progresivamente integrista lo traduce con el título
de Inmortalidad (en el Islam no hay altares, se desconoce qué son)”.
Con
el lenguaje sobrio y contenido de la gente sencilla, Camon evoca en esta
soberbia novela corta la muerte de la madre, campesina pobre que en su
juventud, durante la guerra, salvó la vida a un partisano perseguido por los
fascistas (y con el perenne recuerdo, en segundo plano, de un padre con manos
callosas, concreto como la tierra que trabaja, casi analfabeto).
Ahora,
aquel superviviente se alía con el viudo taciturno para construir un memorial
en el lugar en que ocurrieron los hechos. Al tiempo que el padre va levantando
las paredes de una especie de tabernáculo “para la madre”, el hijo –escritor y
urbanita, que solo cuando la ha perdido se da cuenta de cuanto la quería-
construye con palabras su particular homenaje/altar a la memoria de la madre
muerta, perteneciente a un mundo en el que todos hablaban muy poco y casi nadie
escribía. Ambos –padre e hijo, tan diferentes- pretenden así salvarla del
olvido, de “dejar de morir”.
Sin
lágrimas ni palabras de más, porque en la filosofía campesina “la muerte forma parte
de la vida: “Una persona buena ―afirma Ferdinando Camon en el prefacio―, por
más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y
descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni
agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros,
políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa
particular forma de amor que se llama “bondad”. No me cabe ninguna duda de que
el personaje que describo aquí se haya salvado, merezca el recuerdo y esté en
la gloria. No sé cuántos personajes de la gran historia oficial, los
plutócratas, los superganadores, los amos del mundo, se han salvado y merecen
el recuerdo. Quizá ninguno”.
Elogio
fúnebre de una persona y una forma de vida olvidada en la que sobre todas las
cosas primaban la solidaridad, la ayuda mutua, los acontecimientos vividos en
comunidad que daban origen a las leyendas, Un altar para la madre tuvo,
dicen los editores italianos, una gestación muy larga porque fue reescrita
hasta diecinueve veces; aunque –se trata de una anécdota curiosa- la que
finalmente se editó fue la tercera.
Esta
novela elegíaca que representa, en la obra de Ferdinando Camon, la conclusión
de lo que el autor ha definido como “el ciclo de los últimos” fue también, en
1986, una película producida por la RAI (Radiotelevisión pública italiana),
interpretada por Franco Nero y Angela Winkler.
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