Lo habitual en las películas llamadas “históricas” es que no respeten en
absoluto la historia (las más recientes Noé, Hércules, 300 El origen de
un imperio…), pero eso hasta puede disculparse porque ya se sabe que la
historia la escriben siempre los vencedores y vete a saber qué ocurrió
realmente. Antiguamente, o sea mediado el siglo XX, este tipo de filmes
tenían su propio género, el “colosal” desaparecido en el tiempo, eran
específicos de la semana santa y muy, muy ingenuos. Eran malas películas
muy propias para desentenderse de los niños en vacaciones durante hora y
media, precisamente en esos días que podía ser pecado ir al cine.
Pero lo peor de la película Pompeya –que llega a los cines españoles
el 25 de abril de 2014, justo después de la semana en cuestión, porque
ésta ya no es colosal, ahora es pura ficción, sin nada de ciencia- es
que no solo se inventa la historia; también la geografía y eso ya si que
no tiene disculpa porque los lugares están donde están. Para abreviar,
que Pompeya estaba cerca del mar pero no en la costa, que acabó con ella
la erupción del Vesubio pero allí no se produjo nada parecido a un
tsunami y que para hacer una película de gladiadores pasados de
anabolizantes no hacía falta dárselas de “histórico”.
Pero también es cierto que cabía esperarse algo parecido a lo que le
ha salidos a Paul W.S. Anderson (autor de la saga Resident Evil, Los
tres Mosqueteros, Horizonte final) porque su propósito era hacer de una
tragedia apocalíptica una superproducción hollywoodiense, y lo ha
conseguido. En 3D, con el volcán en plena faena como una crema fallera,
una especie de petardos luminosos disparándose en todas las direcciones y
las cenizas cayendo (aparentemente) sobre el espectador, el resultado
es ciertamente espectacular; espectáculo aunque nada respetuoso con los
acontecimientos.
Si los protagonistas –los gladiadores Kit Harington (Juego de Tronos)
y Adewale Akinnuoye-Agbaje (Thor: el mundo oscuro, Una bala en la
cabeza)- son únicamente carne de gimnasio, músculos en acción y menos
mal que apenas hablan, “la chica” (Emily Browning, The Host) se ha
pasado de botox en la cara. Ninguno, ni siquiera el más veterano y
habitual “malo” Kiefer Sutherland –hijo de Donald Sutherlan, uno de los
grandes del cine británico, pese a su origen canadiense-, en el papel de
un rijoso senador que va sembrando de cadáveres los lugares que pisa,
tienen nada que hacer en esta historia descabellada que, pese al nombre,
lo que cuenta apenas tiene que ver con lo que realmente ocurrió en
Pompeya.
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