Resulta
espléndida la indolencia de la película, la paciencia con que cuida no pasar
por alto las zonas más ínfimas que, sumadas, constituyen la cotidianidad.
(Les Inrockuptibles)
Doña Clara, una mujer en torno a
los sesenta años, que en las décadas de los ’60 y ’70 fue reconocida crítica
musical, viuda y madre de tres hijos adultos, vive retirada en un edificio
singular, el Aquarius, construido en los años de 1940 en la Avenida Boa Viagem
de Recife (Brasil), que bordea el océano: es la casa donde creció y donde han
crecido sus hijos.
Un importante promotor ha comprado
todas las demás viviendas, pero ella se niega a vender, lo que le obliga a
entrar en guerra con la inmobiliaria, que se dedica a acosarla durante años con
proposiciones económicas muy jugosas y ataques directos, cuando comprueba que
no es dinero lo que quiere Doña Clara sino que la dejen terminar la vida entre
sus recuerdos.
Muy afectada, piensa que ese
apartamento contiene su vida, su pasado, la gente a la que quiere, su familia,
sus amigos, la mujer que hace las faenas de la casa, los vecinos…, y también el
cáncer del que parece felizmente recuperada (impresionante la imagen en la
bañera, con el seno amputado). Momentos y personas que en la película vemos en
flashback.
Entre otras cosas, en su vivienda
guarda una gran colección de vinilos, porque la música ha sido la pasión de su
vida, y la sigue siendo. Doña Clara, en la pantalla, escucha, tararea, canta, baila…
En su segundo largometraje, el
anterior fue “Ruidos de Recife”, el realizador brasileño Kleber Mendonça Filho,
retrata a la perfección a esta mujer, magistralmente interpretada por Sonia
Braga (“Doña Flor y sus dos maridos”) –bellísima todavía, un orgullo nacional,
el sex symbol de hace cuatro décadas, seguramente en el mejor papel de su carrera-
que se defiende con uñas y dientes del mercado especulativo y de la codicia del
mercado inmobiliario que tiene las mismas características en todos los rincones
del planeta.
Un retrato sutil, y nada
complaciente, de una mujer fuerte, valiente, obstinada, egoísta y libre, que va
más allá de la anécdota personal de Doña Clara, que se defiende porque tiene
razón y derecho a hacerlo, para convertirse en “una alegoría más amplia, social
y política, de la burguesía brasileña contemporánea. ‘Aquarius’ muestra como la
especulación y la corrupción gangrenan los fundamentos del país, dividen y
engendran nuevas formas de insidiosa dominación” (Jacques Morice, Télérama).
“La corrupción –dijo el realizador
en la presentación de la película en el Festival de Cannes 2016, donde ganó la
Palma de Oro- es destructora. Quienes la practican utilizan el poder contra la
democracia, manipulan la realidad (…) Brasil está gangrenado por la corrupción
(…) este gobierno de usurpadores ha suprimido el Ministerio de Cultura con el
pretexto de que ‘era un paraíso de comunistas’. Yo no me siento bien en mi
país”.
Viaje en el tiempo y drama social
de un país en el que una parte de la población domina a la otra, en el que
todavía existen prejuicios relacionados con el color de la piel, en el que los
pobres se amontonan en favelas, que más que suburbios parecen campos de
refugiados, en las que se sobrevive a base de trapicheo, pequeños robos y mucha
solidaridad, “Doña Clara (Aquarius)” es una película casi perfecta, sensible,
inteligente, una historia de resistencia al mercado mundial, una especie de
“organismo vivo bañado por un sol ecuatorial y un océano de color esmeralda”
(Sophie Avon, Sud Ouest).
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