"¡Qué raro
llamarse Federico!, entre los juncos y la baja tarde"
(García Lorca)
De
espaldas y mirando al sol que se pone sobre el mar de frente, sentado en la
convencional silla “de director”, con las grises y largas guedejas
sobresaliendo del sombrero, Federico, el Fellini de Ettore Scola y de siempre,
nos espera en los cines. Pasa Mastroiani y Gelsomina, suena su trompeta de
payaso, Anitona empapada en la Fontana di Trevi llamando a gritos a Marcello, la
enorme Serafina que daba lecciones de sexo a los chavales a la salida de la
escuela, los vitelloni
recalcitrantes, Ginger y Fred en el último vals, los locos de la nave que
va…imágenes familiares, carrusel de memorias. Imposible separar al hombre de su
universo. Toda la nostalgia del amigo y la alegría de vivir que contagiaba
condensados en Qué
extraño llamarse Federico, homenaje de Scola a Fellini, del mejor de los
alumnos al mejor de los maestros…
En
una cálida y sugerente noche romana, dos amigos y colegas pasean por las calles
de la ciudad resucitando personajes, sueños y recuerdos. Es la historia de un
cineasta, también de un visionario, en un tiovivo de imágenes encadenadas de
quien se definía “como un gran mentiroso” (pero, ¿qué es el cine sino mentira,
la más grande y hermosa de las mentiras?), de quien habiendo nacido y crecido
junto al mar de Rimini nunca aprendió a nadar, del adolescente que apareció un
día en la redacción romana de la revista MarcAurelio, ofreciendo publicar
escritos y viñetas, y se hizo adulto en la publicación satírica más importante
de la posguerra y el posfascismo italiano, donde años después también iría a
parar Ettore Scola.
Y,
a partir de ahí, dos hombres con muchas cosas en común que les hacen amigos: no saben nadar,
odian hacer deporte (como Churchill) pero adoran los paseos en coche, por la
noche, por las calles de Roma, conociendo gente y subiéndola a bordo. La
prostituta con gafas engañada por su hombre, como Cabiria, el artista callejero
al que no impresiona conocer a dos celebridades del cine (La pintura es el
tercer arte –les dice- después de la arquitectura y la música. El cine viene
mucho después. No mezclemos las churras con las merinas…).
“Veinte años después
de la muerte de Federico Fellini, Ettore Scola nos recuerda hasta qué punto el
explorador del proceso creativo fue un maestro de la ilusión” (Le Monde)
Nada
nuevo bajo el sol. El Federico de Scola (Nosotros que nos quisimos tanto, Una
giornata particolare, La famiglia) es el Fellini que conocemos desde siempre,
visto con los ojos del amigo y colega, el Fellini imaginado rodeado de
criaturas fellinianas.
Saltos en el tiempo, digresiones constantes, fragmentos de vida vivida que se
mezclan con vida soñada, espectáculo en sentido estricto, siempre espectáculo.
¡Qué importa que todo sea verdad o mentira! El gran embustero que fue Fellini
construyó toda su vida como una novela.
Con
un último cuarto de hora inolvidable, ni propiamente documental ni ficción al
completo, más bien retrato subjetivo, Qué extraño llamarse Federico es un
homenaje cariñoso impregnado de dulce nostalgia, “un homenaje tierno y
apacible que concluye con una idea espléndida: Fellini se escapa de la iglesia
donde le entierran. Perseguido por dos carabineros de vodevil, huye a la ciudad.
Eterno. Para volver a encontrarse con sus personajes, para fundirse en la gran
farándula de 8 1/2”. (Pierre Murat, Télérama).
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