Aguas
tranquilas (Futatsume no mado, Still the wáter), película onírica que en 2014
participó en la sección oficial del Festival de Cannes y en la Sección Perlas
del de San Sebastián es una mezcla de memoria ancestral, naturaleza de una
belleza casi insoportable y poesía cinematográfica muy acorde con el arte
contemplativo lleno de signos y referencias, tan apreciado entre los japoneses
como su realizadora, Naomi Kawase (autora de 9 largometrajes y 11 documentales,
Cámara de Oro 1997 del Festival de Cannes por Suzaku, y Gran Premio del Jurado
de Cannes, en 2007, por El bosque de Mogari).
En
la subtropical isla japonesa de Amami la gente vive en armonía con la
naturaleza pensando que en cada árbol y cada piedra habita un dios. Una tarde
de verano, el joven Kaito encuentra el cuerpo de un hombre flotando en el mar;
con su amiga Kyoko intentarán descubrir el misterio que rodea su muerte. Juntos
harán el camino de iniciación hacia la edad adulta y los ciclos de la vida, la
muerte y el amor.
La
madre de Kyoko, una chamán medio mujer medio diosa, se muere de una enfermedad
incurable y acepta el final como metamorfosis. El marido, los hijos y los
vecinos la acompañan entonando su canción preferida y dando pasos de danza. El
padre de Kaito tiene un estudio de tatuaje en Tokio; cuando su hijo le visita
hablándole de la muerte él le responde animándole a vivir; se enfrentan las
realidades de la isla ancestral y la modernidad capitalina.
“Espléndida
meditación entre primer amor y últimos instantes de vida”, Naomi Kawase vuelve
con Aguas tranquilas a algunas de las obsesiones que le han acompañado desde
los comienzos: su biografía cuenta que en 1992 viajó con su cámara al hombro en
busca del padre que abandonó la familia cuando ella nació, y de esa búsqueda
salió el documental En sus brazos (Dans ses bras); y que diez años más tarde
grabó otro documental sobre los últimos días de la vida de su amigo y mentor,
Nishii Kazuo, cuando luchaba contra un cáncer que le devoraba.
Ahora,
al filmar las aguas de un increíble azul-verde esmeralda de la isla habitada
aunque salvaje, donde los dioses coexisten con los hombres, regresa al país de
sus antepasados y a los cultos animistas (panteístas) de sus libros de infancia
que mezclan lo visible y lo invisible. Colores exuberantes, olas, montañas de
espuma, mantras y vientos cálidos “componen la materia siempre cambiante del
edén en que simultáneamente ocurren el romance de los adolescentes y la agonía
de la chamán”. Como si el límite entre la tierra y el mar fuera también el que
separa a la vida de la muerte.
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