
“Oficial
alemán: ¿Sois vos el autor del Guernica?
Pablo Picasso: No,
sois vosotros”
(Guernica,
Carlos Lucarelli, Edhasa)
Una
historia de memoria y justicia basada en la historia real de María Viktoria
Altmann (nacida Bloch-Bauer), una mujer vienesa fallecida en 2011 a la
venerable edad de 94 años quien, desde su exilio en Estados Unidos luchó
durante años contra el estado austriaco para recuperar el emblemático Retrato de Adele
Bloch-Bauer I (considerado “la Mona Lisa austriaca”) y otras cuatro obras
más de Gustav Klimt, que los nazis robaron a su familia cuando Hitler se
anexionó Austria, (sus padres, judíos pertenecientes a la alta burguesía
vienesa, fallecieron antes de terminar la guerra). La sentencia favorable a la
restitución de las obras se dictó en un arbitraje en Viena en enero de 2006.
La Dama de Oro
–especie de telefilm de lujo que lleva como título el que durante muchos años
recibió el cuadro, considerado arte degenerado por los oficiales del Tercer
Reich que no tuvieron escrúpulos en robarlo y esconderlo en sus mansiones-,
protagonizada por la inefable actriz británica Hellen Mirren (Oscar por The
Queen), el antiguo modelo canadiense Ryan Reynolds (Buried, The Voices,
Linterna Verde), hoy atractivo actor y productor que ha encontrado tres veces a
la mujer de su vida (ex novio de la cantante Alanis Morissette y ex marido de
la actriz Scarlett Johansson, actualmente casado con la actriz Blake Lively,
una de las pijas de la serie Gossip Girl), en el papel del abogado de Los
Angeles, nieto del compositor Arnold Schoenberg -obligado a huir de Austria
acusado de artista “degenerado”, y fallecido en el exilio americano de Los
Angeles- y el hispano-alemán Daniel Brühl (Good bye Lenin, Malditos bastardos)
en el personaje de Hubertus Czernin, el periodista vienés que les ayuda y anima
en sus primeras gestiones en la capital, es una película inteligentemente
contada y dirigida por el inglés Simon Curtis (Mi semana con Marilyn
a partir del libro escrito por los protagonistas reales de la historia – María
Altmann y Randy Schoenberg- y centrada en la apasionante investigación judicial
llevada a cabo por el abogado, gracias a la cual se pudo recuperar la obra de
arte, honrar la memoria de una familia y proporcionar a Adele “la paz” que ella
misma encontró en EE.UU. cuando se vio obligada a abandonar familia y país.
“Ya que no se puede
devolver a los muertos, que al menos se devuelvan sus recuerdos”.
Tras
huir de Viena sesenta años atrás, durante la Segunda Guerra Mundial y en el
momento en que los nazis, ocupantes del país, empezaban las deportaciones en
masa y la humillación de los judíos –a quienes obligaban a pintar la estrella
amarilla en las puertas de sus negocios y a fregar con ácido los escritos de
las calles-, una mujer judía llamada María Altmann emprende un viaje a su país
de origen para reclamar las posesiones que los nazis confiscaron a su familia,
en primer lugar la célebre obra de Gustav Klimt Retrato de Adele Bloch-Bauer
I. Le acompaña el joven abogado Randy Schoenberg, quien echará mano de su
valor para suplir su falta de experiencia en una lucha que les llevará hasta el
corazón del gobierno austriaco y el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Por el
camino, María deberá enfrentarse a las terribles verdades de su pasado – “eran
todos, estaban allí aplaudiéndoles, enarbolando banderas, haciendo el saludo…”-
y Randy tomará conciencia de una parte de la historia de su familia que nunca
había asumido hasta entonces.
María
era la hija menor de una eminente familia vienesa, propietaria de una fábrica
azucarera. Por el gran piso que ocupaba la familia, situado en una esquina de
Elisabethstrasse, una de las más bellas grandes avenidas de la capital
austriaca, aparecían con frecuencia artistas de las vanguardias de la época,
pintores y músicos. Su tía Adele, a la que adoraba, posó para dos cuadros de
Gustav Klimt, entonces amante de Alma, la mujer del compositor Mahler.
Durante
años, el cuadro titulado Retrato de Adele Bloch-Bauer I, estuvo colgado
en una de las paredes de la casa familiar. Cuando María se casó con el joven
tenor Fritz Altmann, en 1937, heredó el suntuoso collar de diamantes que su tía
–muerta a los 45 años, de meningitis- llevaba cuando posó para el cuadro. La
irrupción de Hitler en la historia de Austria significó también el desastre de
aquella familia judía. Mientras María conseguía escapar con su marido, e
iniciar una nueva vida en California -donde ya se encontraban su hermana mayor
y algunas buenas amistades-, en Viena los nazis saqueaban el apartamento y
desposeían de todo cuanto tenía a la familia Bloch-Bauer.
María
se juró no volver a poner los pies en el país que había destrozado a su
familia. Sin embargo en 1998, durante el entierro de su hermana y con 82 años
cumplidos, el pasado se le vino encima y decidió consultar a un joven abogado,
hijo de una de aquellas amistades de juventud, para ver si era posible exigir
justicia al gobierno austriaco, que acababa de promulgar una ley reconociendo
el derecho a la Restitución. Pero el retrato de Adele pintado por Klimt,
expuesto en la Galería Belvedere desde el final de la guerra, estaba
considerado como un tesoro nacional y las autoridades –desde los gerentes del
museo hasta la ministra de Cultura-, usaron todos los impedimentos disponibles,
jurídicos y económicos, para evitar que saliera del país.
En
2006 María Altmann consiguió en un arbitraje que le devolvieran la propiedad de
cinco cuadros de Gustav Klimt, incautados por los nazis en su casa, en 1938.
Poco después vendió por 135 millones de dólares el más famoso, el retrato de su
tía Adele Bloch-Bauer, vestida de oro sobre un fondo también de oro, a Ron
Lauder, nieto de la célebre Estée Lauder, también descendiente de judíos
exiliados en América y magnate de la cosmética mundial -con la condición de que
siempre estuviera en un lugar donde pusiera ser contemplado- quien lo colgó en
la Neue Galerie de Manhattan, Nueva York, donde se exhibe desde entonces.
Las
otras cuatro telas las compraron coleccionistas privados en una subasta en
Christie’s. María Altmann repartió el dinero conseguido entre los miembros de
su familia e hizo una importante donación a la Opera de Los Angeles, en memoria
de su marido fallecido en 1994; con su parte, Randy Schoenberg abrió un bufete
en Los Angeles especializado en “restitución”.
“Cuando desaparece
una generación, desaparecen también los recuerdos…Los archivos, bibliotecas y museos
son los lugares donde se guarda esa memoria…” (Xenius, ARTE, 28/3/2015)
En
un año, que todavía no ha terminado, de conmemoraciones emocionadas de las dos
guerras mundiales (centenario del inicio de la Primera, 70/75 años, según el
acontecimiento, de la Segunda), después del Monument Men de
George Clooney y cuando asistimos a un rebrote de antisemitismo en casi toda Europa,
La Dama de oro
no es una película rompedora sobre el expolio llevado a cabo por los nazis en
el patrimonio artístico de los países ocupados, aunque sí una forma aceptable
de insistir en la necesidad de mantener vivos la memoria y el recuerdo. Una historia
en la que pasado invade el presente y lo siembra de “esos fantasmas que parecen
vagar por todas partes”: hay ciudades donde todavía parecen sentirse muy a su
aire, como Varsovia, Viena e incluso París.
La Dama de Oro
viene a decir que es primordial recordar la Historia, situar el poder de la
memoria en el lugar que le corresponde y transmitirla “explicada” a las
generaciones más jóvenes; y que eso puede hacerse con toques de humor y
alegatos estimulantes gracias, sobre todo, a la constante presencia de Hellen
Mirren, “una actriz perfecta” que evita continuamente caer en el
sentimentalismo barato y que no solo cumple a la perfección con el papel
encomendado, sino que además hace creíble su pareja con Ryan Reynolds. El resto
del reparto está a años luz y algunos papeles incluso sobran, como el más que
ingrato que le ha tocado a Katie Holmes (que sigue siendo la actriz de un solo
gesto que creció interpretando a la chavala alta de la serie televisiva
Dawson).
Aunque
se trata de unos hechos relativamente recientes, y aunque hubo muchas otros
parecidos, la historia de María Altmann y su lucha para conservar los recuerdos
de la familia merecía ser conocida. ”Hace unos años –ha dicho el realizador
Simon Curtis a los medios canadienses coincidiendo con el estreno - vi Stealing
Klimt, un documental producido por la BBC. Me quedé fascinado por la
historia que describía, contada con las voces de quienes la vivieron,
particularmente la de María Altmann. Eso fue algunos años antes de su muerte. A
medida que pasan los años cada vez quedan menos testigos directos de aquella
sombría historia. Desgraciadamente no pude conocer a María, pero para hacer la
película hemos hablado con sus familia, con sus hijos, nos hemos documentado
mucho porque entiendo que una historia extraordinaria como ésta solo puede
contarse desde el rigor de los hechos. Y aunque la de María y el cuadro era
bastante conocida, porque todos los medios la publicaron cuando ganó el
arbitraje en 2006, me parecía importante situarla en su contexto y, de paso,
honrar a una mujer que durante años combatió para hacer respetar la memoria de
su familia”.
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