«¡Johnny
Depp ha hecho tanto por nosotros! Ahora devolvámosle el favor y digamos que
Mortdecai no ha existido nunca» (Elizabeth Weitzman, New York Daily
Nouvelles).
En
efecto, no basta con ser Johnny Deep (Piratas del Caribe) y estar acompañado en
la pantalla por Gwyneth Paltrow (Shakespeare in Love) para que la película
parezca alta comedia interpretada por David Niven y Deborah Kerr (o en su
defecto Grace Kelly); ni basta ponerse en la piel de un aristócrata británico
excéntrico para que el resultado se parezca al Peter Sellers de La Pantera Rosa
(buscando una maja de Goya robada en lugar de diamantes).
Lamentablemente,
Mortdecai (estrenada en otros países como Charlie Mortdecai), pese a su
despliegue de actores cotizados y escenarios cosmopolitas es solo una
previsible y fallida comedia sin pretensiones, que alterna momentos divertidos
con lapsus de aburrimiento mortal, y en ocasiones roza el ridículo.
Lord
Mortdecai (Johnny Deep, también productor, en un guión escrito para su
lucimiento personal, que acaba rozando la caricatura) es un snob al que, por
este orden, le gusta beber, su bigote, su mujer y su mayordomo, a la vez
guardaespaldas, asesor, compañero de aventuras y sparring, interpretado por un
Paul Bettany (Una mente maravillosa) que da mil vueltas al protagonista.
También desfilan por la historia pesos pesados como Ewan McGregor (El
escritor). Olivia Munn (Magic Mike), Oliver Platt (Amor y otras drogas) y Jeff
Goldblum (El gran hotel Budapest), en papeles bastante tópicos.
Heredera
de un género híbrido muy británico y nada fácil, la comedia policíaca, que
cuenta con logradísimas realizaciones en su haber –Arsénico por compasión, OSS
117 y distintas apariciones de la ya mencionada Pantera Rosa- esta versión
estadounidense de la especie, adaptación por el director David Koepp (La
ventana secreta, Ghost Town, más conocido como guionista de La muerte os sienta
tan bien, Men in Black 3, Angeles y demonios y algún Indiana Jones) del
primero de los volúmenes de la saga del novelista inglés Kyril Bonfiglioli, Don’t
Point That Thing at Me, suena como una canción desentonada. Tanto, que
alguna publicación estadounidense lo ha catalogado ya “como la peor película
del año”. No diría yo tanto, hay mucho cine malo dando la vuelta al mundo.
Meses
atrás, un museo español envió a Londres una pintura de Goya para que fuera
restaurada. El cuadro, de gran dimensión y enorme valor, ha sido robado (se
supone que, en el reverso de la tela que en su día fue robada por los nazis,
Goering escribió los números de la cuenta corriente que en Suiza guarda
intocada la fortuna del Tercer Reich). El historiador de arte Mortdecai,
suficientemente excéntrico y a punto de ser declarado insolvente por sus deudas
con el fisco, acepta la misión de ir a buscarlo a cambio de la recompensa. En
su recorrido por distintas capitales europeas y americanas -en el que tiene que
escapar de unos rusos muy brutos, unos asiáticos sádicos, algunos miembros del
MI-5 y varios “amantes del arte” que persiguen hacerse con el cuadro a
cualquier precio- le acompaña el fiel y musculoso mayordomo Jock mientras en la
lujosa mansión británica espera Johanna, la rubia Paltrow, esposa del
aristócrata, bastante sosa y con piernas interminables.
El
fallo fundamental es del guión, la historia está mal contada, a los personajes
les falta definición y la interminable discusión sobre el bigote se hace
insoportable. Tampoco Johnny Deep ha sabido ponerse en el lugar, y sacar todo
el jugo a Charlie Mortdecai.
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