“Después de Jesucristo, Napoleón es el hombre más famoso de la historia. Se han escrito más de 170.000 libro sobre él” (Jeremy Irons en la introducción del documental) Las palabras pronunciadas por un impecable Jeremy Irons (Oscar al Mejor Actor en 1991 por « El misterio von Bulow ») en el papel del cicerone que nos guía por el excelente documental “Napoleón: En el nombre del arte , nos advierten que la película se centra en la relación del Emperador de Francia, y Rey de Italia, con el arte. Dirigido por el italiano Guovanni Piscaglia, realizador de una serie de documentales dedicados a los grandes museos del mundo, entre ellos el muy alabado “Van Gogh. De los campos de trigo bajo cielos nublados”, está dedicado a describir la compleja relación que Napoleón mantenía con la cultura, una obsesión que, según algunos de sus biógrafos, “tiene sus raíces en una infancia solitaria hasta convertirse en el principal motor de sus ambiciones: usar el poder del arte y la belleza para unir al pueblo a mayor gloria de una Francia nueva y universal, al tiempo que construía su propia posteridad”. Fue un creador de sueños que se nutría de la energía cultural y del poder seductor del arte. “El arte fue su pasión. Lo financió y lo saqueó de los países que conquistó”. El relato, en capítulos, de “Napoleón: El imperio del arte” está
plagado de hechos y anécdotas. El montaje es una sucesión de extractos
de películas, de cuadros que cobran vida, de reconstrucción de batallas, de
ensayos orquestales y de paseos por
galerías de museos. “Todos los dictadores del siglo XX han estudiado el caso
de Napoleón, comunicador y manipulador por excelencia, y aprendido de él el
arte de la comunicación (…) Todos, en cierta manera, le han rendido homenaje
adoptando los símbolos de su imperio: las águilas, los desfiles, la educación
de la juventud (… ) Pero, hay que decir, que
en Napoleón no estaban las
locuras del totalitarismo: no había policía secreta, ni gulags, ni campos de
concentración…”. El excepcional y atractivo guía que es Jeremy Irons conduce al
espectador hasta el interior del
Duomo, las salas de la biblioteca Braidense y las impresionantes estancias de
la pinacoteca Brera de Milán, para adentrarse en la vida de uno de los
personajes más emblemáticos de la historia. Obsesionado desde la
juventud por los libros, la ciencia y el arte, aspirante a escritor, lector
compulsivo de miles de libros, admirador del arte y de su poder de
comunicación, Napoleón persiguió en
sus hazañas bélicas el poder y
la gloria, pero también colmar una sed insaciable de conocimiento junto a la
ambición de que la historia asociara su imagen a las grandes civilizaciones
del pasado. Eso explica que, durante sus campañas militares fomentara la investigación,
las excavaciones, y los expolios -sobre todo en Italia y Egipto- que
condujeron a descubrimientos como el de la Piedra Rosetta, el talismán que abrió la puerta a la resolución de los
jeroglíficos de la escritura egipcia, y a la fundación de los primeros museos
públicos del mundo como el emblemático Louvre de París, al que convirtió en el contenedor de todo lo saqueado. Napoleón consideraba que las obras de arte
expoliadas pasaban a engrosar las “reparaciones de la guerra”, de manera que
se incluyeron en los tratados que
firmó con los distintos reinos que conforman lo que después, ya en el siglo
veinte, sería Italia: el Tratado de Venecia, por ejemplo, que acabó con 1.200
años de independencia, incluía quinientos manuscritos y dieciocho obras de
arte, entre ellas “Las bodas de Caná” de Veronese. Para el traslado tuvieron
que cortar el lienzo en ocho trozos
que luego se ensamblaron en París; más tarde, cuando estaba prevista su
devolución, no lo entregaron argumentando que, si lo cortaban de nuevo
se estropearía definitivamente. El
Tratado romano de Tolentino incluía quinientos manuscritos y cien obras de arte, entre las
que figuraban las esculturas del Apolo de Belvedere, Laoconte y sus hijos y
la Venus capitolina “Napoleón: En el nombre
del arte” (1) comienza y termina recordando
el momento histórico de la coronación
de Napoleón como Rey de Italia, el 26 de mayo de 1805 en el Duomo de
Milán –con asistencia de ocho cardenales y. treinta mil personas- cuando él mismo colocó sobre su cabeza la
Corona de Hierro que habían llevado los reyes lombardos. En la ceremonia se
interpretó un Te Deum - que incluye
unas notas de “La Marsellesa”- compuesto para la ocasión, como homenaje al
monarca, por el maestro Francesco
Pollini, un alumno de Mozart, cuya partitura desapareció entonces y ha sido
recientemente encontrada en los Archivos del Conservatorio de Milán, lo que
ha hecho que pudiera interpretarse de nuevo para ser incluido en el documental. Según
el historiador Luigi Mascilli Migliorini, uno de los especialistas que intervienen
en la película: « Cada
una de sus campañas, particularmente
la de Egipto, tenía dos
facetas. La vocación cultural y de ahí el descubrimiento de Oriente. Y los
objetivos militares, particularmente
en la de
Egipto, y de ahí el
sometimiento de un país clave
en la geopolítica mediterránea». La campaña de Egipto acabó en un terrible desastre
militar. Napoleón había invitado a acompañarle a ciento sesenta y siete sabios, que volvieron con miles de anotaciones sobre sus descubrimientos. Lo
que recordarán los anales será el triunfo cultural », Cuando todo acabó, destronado y exiliado en la isla
de Sainte-Hélène, Napoleón –el pequeño corso hijo de la Revolución y del
progreso civil; desde que rige su Código todos somos iguales ante la ley- estaba persuadido de que, una vez
desaparecido, la población mundial seguiría admirándole por sus numerosos e
importantes logros. (1)
“Napoleón: En nombre del Arte” podrá verse en los cines de Madrid a partir
del lunes 13 de mayo de 2024. |
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