Mientras la gran peste bubónica de 1665 causaba
estragos en Londres, hasta el punto de que en un año falleció la cuarta parte
de su población, el físico británico Isaac Newton, aislado en una propiedad
familiar en Woolsthorpe, en el norte de la capital, formulaba en bata y pantuflas la teoría de la
gravitación universal, como cuenta un artículo publicado en el diario
estadounidense The Washington Post (https://www.washingtonpost.com/gdpr-consent/?next_url=https%3a%2f%2fwww.washingtonpost.com%2fhistory%2f2020%2f03%2f12%2fduring-pandemic-isaac-newton-had-work-home-too-he-used-time-wisely%2f), y comenta el periodista Robin Tutenges en el digital
francés Slate este 16 de marzo de 2020, sin duda con la intención de
proporcionar entretenimiento y esperanza a unos lectores que –como todos
nosotros- han comenzado un período de aislamiento que -¿para qué engañarnos?- promete ser mucho
más largo de lo anunciado.
« Lo menos que puede decirse es que el
‘teletrabajo’ le dio muy buenos resultados a Newton”, comenta el periodista
británico informando de que ante la pandemia que ha pasado a la historia como “la gran peste de Londres”, cerraron temporalmente
sus puertas las escuelas, entre ellas el Trinity College de Cambridge donde
estudiaba el físico de 23 años.
El Washingto Post asegura que, además de ampliar sus
conocimientos matemáticos, el joven Newton dedicó su confinamiento a algunas experiencias
fructíferas, como agujerear los postigos de su ventana y “observando la luz que
pasaba por las grietas, deducir las primicias de lo que luego serían sus
teorías sobre la óptica y la refracción de la luz”.
Pero, como sabemos muy bien, eso no fue todo. El jardín de la vivienda se
convirtió en una prolongación de su estudio y, sentado bajo el manzano que
quedaba frente a su ventana, dice la leyenda que en 1666 a Newton le cayó la famosa manzana en la
cabeza. Sea o no verdad el relato, lo cierto que en 1667 publicó su
imprescindible Teoría universal de la gravitación en la obra “Principios
matemáticos de la filosofía natural”.
En la lista de intelectuales que han dedicado su
atención a las epidemias, y no las han considerado un castigo del dios o los
dioses de su preferencia, tenemos al escritor Daniel Defoe, autor de un “Diario
del año de la peste”, publicado en 1722, en el que para hablar sobre de la
peste que asoló Marsella en 1720 retomó los acontecimientos del siglo anterior
en el Londres de Newton; o al filósofo y periodista francés de origen argelino
Albert Camus quien en la novela “La
peste”, publicada en 1947, hace una especie de crónica de la vida cotidiana en
la ciudad de Orán en plena epidemia, que en realidad no es otra cosa que una crítica
rigurosa, una analogía del nazismo.
Un artículo publicado el 8 de marzo de 2020 en Quora,
red social donde los internautas preguntan y obtienen respuestas de personas
cualificadas, poco conocida por estos
pagos, nos recuerda que las epidemias no son cosa de ayer, ni tampoco sus
efectos socioeconómicos.
A la pregunta “¿Cuáles fueron las consecuencias
sociales y económicas de la peste negra en Europa?”-Yersinia pestis para la
ciencia, recordemos que se trata de una pandemia que recorrió Europa a mediados
del siglo XIV- un tal Dorian Lauwerier contesta que “sorprendentes: aunque no
fue la primera epidemia de la Edad Media, fue la peor y la más letal. Se sabe
que en cinco años, de 1347 a 1352, falleció entre el 30 y el 50% de la
población europea”. Para su desencadenamiento se dieron cita todos los factores
necesarios: “una mala higiene, abastecimiento de agua insalubre, ciudades
superpobladas, invasiones de ratas y de pulgas y, sobre todo, una situación de
hambruna y malnutrición”.
Consecuencia directa de la peste negra fue que se
redujo la producción de cereales y viñedos, lo que tuvo como consecuencia un
aumento del 300% en diez años en el precio del trigo y un crecimiento de los
salarios de los campesinos, que hasta entonces en muchos países trabajaban casi
gratis debido al sistema de “servidumbre” . Igualmente, la reducción del número
de habitantes tuvo como efecto inmediato la bajada del precio de las viviendas
y los alquileres, la afluencia de gente del campo a las ciudades –y la
consecuente transformación de los campesinos en artesanos- y, como última
consecuencia, “el enriquecimiento de la iglesia católica que cobraba por
entierros y funerales y descubrió el maná de las peregrinaciones, para pedir
que dios y los santos les salvaran de la plaga. Las peregrinaciones aportaron
mucho dinero a la iglesia pero también contribuyeron a la extensión de la
enfermedad”.
“Desaparecieron familias enteras, los médicos no conseguían curar y se propagaron numerosas
supersticiones y creencias (…) la aristocracia y la burguesía naciente creían
protegerse huyendo, a sus castillos y propiedades, pero también al extranjero
(…) y después hubo que buscar un chivo expiatorio: lo mejor era señalar a una
minoría y la minoría presente en las ciudades medievales eran las comunidades
judías. Les acusaron de envenenar el agua de los pozos, y como castigo les
ahogaban en esos mismos pozos. En otras ciudades, les masacraron o les
quemaron”. Detrás de los judíos les tocó el turno a los mendigos, los leprosos,
las brujas…a todos les castigaron y a muchos les mataron.
“La peste regresó en Europa de manera recurrente hasta
los comienzos del siglo XIX. Todo lo que hoy queda en el imaginario colectivo
de aquellas épocas sombrías de nuestra historia son los famosos ‘picos de los
médicos de la peste’, esas célebres máscaras del carnaval veneciano”
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