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Panel de la antigua división alemana |
«Es
la rabia del presente» (escribe Manuela).
Cuando volvimos a creer que todo el
mundo es bueno mientras no se demuestre lo contrario, y ni remotamente podíamos
llegar a pensar que los especuladores alcanzarían a sacar provecho de algo tan
sagrado como la memoria; y mientras los “cazadores de recuerdos” corrían a
hacerse con un pedazo del Muro de Berlín, último vestigio de la guerra fría
demolido totalmente entre junio y noviembre de 1990, un espabilado periodista y
mejor negociante, extremeño por más señas, fletó un camión con container en
dirección al Berlín recién recuperado de 28 años de heridas todavía sin cerrar,
y lo cargó de pedazos de cemento coloreado. Era el otoño de1990 y eran los
restos del Muro que acababan de derribar las ansias de libertad de un pueblo (y
los chanchullos políticos de dos bloques que casi treinta años más tarde siguen
siendo antagonistas).
El periodista vendió su cargamento
a una publicación semanal que redujo a partículas casi elementales los trozos
de cemento, y los regaló a sus lectores. El periodista ganó una pasta gansa con
la operación; tanta que después se animó a comprar un vehículo -no recuerdo si
avión, cohete o tanque- de la “época en que los rusos eran dueños de medio
Berlín”, para revenderlo a los responsables de una comunidad autónoma insular,
que le dio estatus de monumento en una de sus plazas. Gracias a ese colega, en
muchos hogares españoles se venera un pedazo de Muro lo mismo que se respetan
la foto del Che, el pequeño libro rojo maoísta o el afiche de Solidarnosc. Como
no podía ser de otra manera yo -previsible en mi normalidad generacional-
también conservo mi pedacito de Muro, encerrado en la burbuja minúscula de una
tarjeta postal.
Producto de la guerra fría y
símbolo de un mundo partido en dos bloques desde su construcción en 1961, el
Muro de Berlín dejó de ser una frontera entre los dos lados de la ciudad la
noche del 9 de noviembre de 1989, después de gigantescas manifestaciones
populares en las que millones de ciudadanos del Este protestaban por el
inmovilismo del régimen comunista, y reclamaban el derecho de poder pasar
libremente al Oeste.
Cuando se cumplen veintisiete años
de aquel acontecimiento con resonancias mundiales, los vestigios del Muro se
siguen exhibiendo en museos y exposiciones de las cuatro esquinas del planeta. Más
allá del alcance simbólico de la destrucción del Muro y el encuentro entre
berlineses del Este y el Oeste -que aquella misma noche de noviembre de 1989
desbordaron las barreras de seguridad y se mezclaron por las calles recuperando
la identidad que les habían robado-, la fecha sigue marcando el principio del
hundimiento del bloque comunista, relegado al baúl de los recuerdos dos años más
tarde.
Conocido
en el Oeste como “Muro de la vergüenza” y definido por el gobierno del Este
como “Muro de protección antifascista”, la República Democrática Alemana (RDA)
levantó la inmensa tapia que dividió Berlín durante casi tres décadas en la
noche del 11 al 12 agosto de 1961, con el objetivo de impedir el éxodo de
ciudadanos hacia la República Federal (RFA). El imaginario de aquella Europa
recién desembarazada del siniestro régimen nazi convirtió aquel Muro de cemento
en “Telón de acero” (expresión acuñada por Winston Churchill en un discurso en
Fulton, el 5 de marzo de 1946), porque más allá de un simple parapeto se
trataba de un complejo dispositivo militar formado por dos muros de 3,6 metros
de alto y 160 kilómetros de largo con un pasillo interior, 302 miradores y
dispositivos de alarma, 14.000 guardias, 600 perros amenazadores y alambradas
de púas en lo alto; una fortaleza desde la que los soldados soviéticos y los
guardias fronterizos del este alemán disparaban sobre los fugitivos.
Casi
totalmente destruido el Muro, que oficialmente terminaba con las secuelas de la
Segunda Guerra mundial en el viejo continente, ha dejado en el urbanismo de la
capital alemana algunas cicatrices que todavía no se han borrado. Ahora, las
personas interesadas pueden seguir el antiguo trazado del Muro en 20 kilómetros
en el centro de la ciudad, marcado en parte por una línea roja y en parte por
una doble hilera de adoquines de granito incrustados en la calle.
Cada vez más fronteras
en un mundo sin fronteras
Veintisiete
años después de la caída del Muro de Berlín en el mundo existen medio centenar
de muros que responden a denominaciones diversas, entre ellas barreras o
cierres.
Prácticamente
cada semana nos enteramos de la construcción de un nuevo muro fronterizo:
Kenia/Somalia, Túnez/Libia, Hungría/Serbia, Turquía/Siria … Se erigen nuevas
murallas con la excusa del 11 de septiembre, de la primavera árabe o del
conflicto sirio , para prevenir o frenar, según los discursos oficiales, la
inmigración ilegal, el contagio terrorista, los tráficos de todo, incluidas las
personas.
Sin
embargo, con la caída del Muro de Berlín parecía que el mundo había cambiado.
Las multitudes alborozadas bailaban en la Puerta de Brandeburgo, Alemania se
iba a reunificar, el mundo saldría de las tensiones de la guerra fría. “La
década de los ’90 iba a ser la de la paz sostenible, la del mundo en paz.
Canadá impulsaba nuevos valores como el derecho de injerencia, la seguridad
humana, la responsabilidad de proteger…Había llegado la hora de un mundo sin
fronteras, del paso de las soberanías obsoletas a la aldea global de la
mundialización. Pero el 11 de septiembre congeló esas aspiraciones, los estados
se cerraron como ostras, las fronteras se convirtieron en trampas duras y
agresivas. En la frontera, la norma ahora es la de una violencia latente. Y son
muchas las que cuentan con su muro, en teoría inexpugnable” (De las actas del
Coloquio Internacional organizado por la Cátedra Raoul-Dandurand, los días 2 y
3 de junio de 2016 en Montreal, Québec, Canadá).
Según
la publicación Courrier International hay dos tipos de muros: los construidos
para “impedir conflictos o limitar actos terroristas” y los que intentan
“impedir a los inmigrantes cruzar fronteras”. Al primer caso pertenecen los
muros que separan, de manera discontinua, Israel de Cisjordania y de la franja
de Gaza, o el “más antiguo de los muros”, que separa las dos Coreas; lo mismo
que “el muro de arena” marroquí que corta en dos el Sahara occidental. En el
segundo caso están el muro entre México y Estados Unidos, el construido entre
Israel y Egipto y el que se encuentra entre India y Bangladesh, que ostenta el
triste record de ser la fortificación más larga del mundo, con 3.000
kilómetros. Courrier International lo define como “gruyère geográfico” porque
existen muchos enclaves indios en el territorio de Bangladesh, y viceversa.
«Desde
hace dos décadas -explica Elisabeth Vallet, profesora de geografía en la
Universidad de Montreal, Québec- estamos asistiendo a un fenómeno de regreso al
cierre de fronteras. Un fenómeno que se ha acelerado en los últimos meses…Los
alambres de púas son un producto muy demandado en este momento. Los materiales
(cemento, electrificación, arena…), los dispositivos (miradores, cierres
continuos o discontinuos, barrios separados, fuerzas militares, tecnología
biométrica…), los costes, los objetivos (lucha contra la inmigración o el
contrabando, razones de seguridad o contenciosos territoriales…) y la eficacia,
son diferentes de un país a otro. Pero todas estas construcciones indican un
mismo fenómeno: la lógica de la fortificación de las fronteras. Mientras que
los viejos muros servían para evitar que los conflictos degeneraran (Chipre
India, Pakistán, las dos Coreas…), hoy se trata de blindar las fronteras”.
Después
de la caída del Muro de Berlín, los hombres han levantado decenas de muros en
la hora de la globalización, de la libre circulación, de Internet. Los muros de
separación contemporáneos -en ocasiones de varios miles de kilómetros,
alambrados o electrificados, alcanzando hasta diez metros de altura, de dobles
paredes, guardados por soldados, cámaras de vigilancia y drones de
reconocimiento, reforzados con minas de fragmentación- se levantan con la
excusa de la seguridad, tanto civil como militar, la contención de la
inmigración o la lucha contra los distintos tráficos, aunque lo que hacen es
dividir a los pueblos y las culturas y fomentar el odio “al otro”. Miles de
kilómetros de fronteras consideradas infranqueables separan hoy a Estados
Unidos de México, a la Unión Europea de África, a Irak de Arabia Saudí, y un
largo etcétera.
Los
comienzos del siglo XXI han sacado a la luz la cara oculta del fenómeno que no
es otra que las guerras comerciales entre países, o bloques, y la erosión de
los derechos de los trabajadores. Los muros actuales no pretenden frenar los
contactos con los ciudadanos del otro lado, sino dejar fuera a los indeseables.
Definen una comunidad social y territorial “defendible”, y al mismo tiempo las
categorías peligrosas de las que conviene protegerse. (Los “barrios
residenciales” en muchos países latinoamericanos, por ejemplo, residenciales y
supervigilados, no son otra cosa que enclaves urbanos fortificados. Estos dispositivos
que empiezan a extenderse en otros lugares del mundo suponen la anticipación
permanente de una amenaza externa que exige el despliegue de técnicas de
inspiración militar para controlar un territorio privatizado).
¿Otra vez un mundo
feudal?
Pero
volvamos a los muros propiamente dichos. La construcción de muros en las
fronteras no es un fenómeno totalmente nuevo, desde 1945 se observa un crecimiento
continuo y regular del número de este tipo de infraestructuras, un poco por
todo el mundo. Pero el fenómeno ha adquirido otra proporción desde 2001, fecha
en la que la curva experimenta una elevación exponencial “como si entráramos en
una nueva era, una era de cierre, de fortificación, de repliegue”, explica la
profesora Elisabeth Vallet. En 1945, finalizada la Segunda Guerra mundial,
había once muros internacionales. Hoy son 66 los construidos, o en fase de
serlo, con un total de cerca de 40.000 kilómetros. Casi la circunferencia de la
Tierra en el Ecuador.
Muchos
países europeos, confrontados a la circulación de migrantes, están levantando
ahora muros para “hacer más seguras sus fronteras”, al tiempo que se colocan
fuera de la legislación comunitaria que tiene establecida la libre circulación
de personas y mercancías. Las extremas derechas están sacando partido electoral
de las crisis de emigrantes y refugiados, enarbolando la bandera del miedo:
miedo al otro, miedo a que te quite tu trabajo, tu casa, tu ayuda social…El 15
de septiembre de 2016 Hungría terminó el cierre de su frontera con Serbia, un
importante punto de entrada hacia la Unión Europea (UE) de los refugiados
procedentes de Oriente Medio. Pero Hungría no ha sido el único país que quiere
protegerse, tampoco el primero ni el último. Grecia y Bulgaria sellaron sus
fronteras con Turquía; la de Ucrania con Rusia está cerrada. Mientras otros
países bálticos se plantean copiar a Ucrania, Gran Bretaña anuncia la
construcción de un “nuevo gran muro” para impedir que puedan saltar a los
camiones que cruzan el Canal de Mancha los refugiados y migrantes que esperan
su oportunidad en territorio francés.
En
África, Ceuta y Melilla, enclaves españoles en territorio marroquí, están
rodeados por una doble hilera de alambradas con “concertinas”, de seis metros
de altura. También Marruecos y Argelia están a punto de construir una valla
doble a cada lado de su frontera…En Asia, entre India y Pakistán, lo que se
conoce como “la línea de control de Cachemira”, igual que con Bangladesh,
existen muros y cierres fronterizos. Oriente Medio se caracteriza por una
auténtica cultura del “emparedamiento”: entre Kuwait e Irak, entre Irak y
Arabia Saudí (que tiene cerradas cinco fronteras), entre los Emiratos Árabes
Unidos y Omán… En América, Brasil ha anunciado un muro “virtual”, vigilado por
drones y satélites, en sus cerca de 15.000 kilómetros de fronteras. Al tiempo
que Estados Unidos ha reforzado varias veces la frontera con México, la más
peligrosa del mundo, que corre a lo largo de los estados de Arizona, Texas y
California y para la que se han utilizado materiales de desechos militares de
la primera Guerra del Golfo (la de Bush Padre), y en la que han muerto 10.000
migrantes en los últimos 20 años. Desde el 11 de septiembre de 2001 son muchos
los países que piensan las relaciones internacionales a través del prisma de la
“guerra de civilizaciones”.
Después
de años de apertura empieza a aparecer una especie de reflejo “medieval”, un
repliegue en los valores tradicionales e identitarios, la nostalgia de una
antigua edad de oro. Una forma de “feudalización”, mientras la derecha más
carca se apodera del debate migratorio. En estos casos, la construcción de
muros es la única respuesta aceptable.
Pero
la historia demuestra que los muros terminan siempre por caer. Nunca han
impedido que pasaran al otro lado las gentes decididas a franquear una
frontera, huyendo de la guerra o la miseria. El mejor ejemplo para demostrarlo
es Europa: antes, los emigrantes llegaban por Canarias. Europa adoptó medidas
que fueron soluciones efímeras y los migrantes terminaron por encontrar los
enclaves de Ceuta y Melilla. Europa puso en práctica las instalaciones de rejas
y barreras, y los emigrantes se fueron un poco más lejos para llegar por el
desierto de Libia. Y luego por Malta…y ahora por Grecia e Italia. El problema
con los cierres es que hacen que el paso sea cada vez más peligroso y que los
migrantes cada vez arriesguen más sus vidas, además de favorecer el crecimiento
de un sector de economía informal: las mafias que les cobran por “ayudarles a
pasar”. “Los muros invitan a las mafias a la mesa de la frontera”, dice la
profesora Vallet. “No se puede franquear un muro sin recurrir a estructuras
delictivas”.
Los muros son
respuestas torpes e inhumanas
Para
Vallet “construir un muro es una solución completamente ineficaz, que lo único
que hace es desplazar el problema sin resolverlo. Es una respuesta rápida y
simbólica, pero esencialmente cosmética y demagógica”. Es un mensaje que los
gobiernos envían a sus electores, con el objetivo es demostrar que actúan. El
geógrafo Michel Foucher habla de un muro como “intento de relaciones públicas”.
“La
construcción de muros puede tener un efecto desastroso para una región, en la
medida en que la desestructura. Erigir una separación conduce casi siempre al nacimiento
de dos economías diferentes y contradictorias. A ambos lados. En el “país
rico”, el muro se convierte en un negocio lucrativo para el complejo
militar-industrial, que ha encontrado aquí nuevas salidas después de la guerra
fría. Mientras que al otro lado nace el negocio de las mafias de todo tipo. En
el lado del “país rico” las fronteras se transforman en zonas de
experimentación tecnológica, con contratos cifrados en millones de euros:
detrás del muro se acantonan militares, se dispone de sensores, de drones e
incluso de robots, y la zona se militariza va convirtiéndose al tiempo en zona
de tolerancia jurídica. En la frontera con México se habla incluso de “zona sin
constitución”.
A
modo de curiosidad, existen estudios que demuestran que los muros tienen
también repercusiones sobre la fauna y la flora. El que existe entre Estados
Unidos y México ha hecho desaparecer algunas especies del lado mexicano. Y, en
un tiempo mucho más prolongado, se ha podido constatar que la naturaleza ha
evolucionado de manera diferente a los dos lados de la Gran Muralla China.
Las
decenas de muros levantados en los últimos veintisiete años no han hecho que el
mundo sea más seguro. Donde se levanta una barrera física aparecen enseguida
barreras mentales, mucho más difíciles de abatir porque son invisibles. Pero
los muros no son ninguna novedad. Siempre ha habido muros políticos en la
historia del mundo lo mismo que ha habido líneas discursivas distintas de las
murallas estrictamente defensivas; ambas tendencias se han conjugado para dar
forma a los muros-fronteras: la Gran Muralla China y las del Imperio Romano
fueron a la vez líneas de fortificación destinadas a luchar contra las
incursiones enemigas y fronteras de civilización contra la barbarie.
En
todo caso, los muros no son soluciones sino respuestas torpes e inhumanas a un
problema que existe, aunque a nadie le guste nombrarlo porque parece
políticamente incorrecto: el del Norte-Sur. Los muros anti-inmigración,
incluidos los que se alzan con el pretexto de que una frontera es conflictiva,
son la consecuencia directa de profundos desequilibrios. Los de Ceuta y
Melilla, el de Estados Unidos con México, o el de Austria con Eslovenia,
explican con claridad las tensiones Norte-Sur, en las que destaca un tema nada
menor, el de las cifras: 1.200 millones de ricos y viejos frente a 5.700
millones de pobres y jóvenes. “¿Puede alguien pensar que el mundo vacío de los
ricos podrá mantenerse indefinidamente impermeable al mundo lleno de los
pobres?”, se preguntaba en 1991 el escritor Jean-Christophe Rufin en “El
imperio y los nuevos bárbaros”. La respuesta va implícita en la pregunta.
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