A estas alturas del siglo XXI, y cuando Supermán tiene ya cumplidos 75 años, desde el primer comic, una pregunta inevitable: ¿hay que seguir resucitando a los viejos héroes y hacer tanto esfuerzo para adaptarles a la modernidad, habida cuenta sobre todo que los resultados son cada vez más decepcionantes?
La sexta adaptación cinematográfica del “viejo Supermán”, que llega a los cines españoles el 21 de junio de 2013, es un regreso a los orígenes del superhéroe (un macizo Henry Cavill), exactamente al momento de su nacimiento en el planeta Krypton: un parto de lo más convencional con una madre (Ayelet Zurer) que grita y hace esfuerzos y un padre (Russell Crowne) que le da ánimos , ayuda al bebé a salir y le adjudica el nombre de Kal-El (que, según leo, en hebrero significa algo así como “todo lo que es Dios”).
Luego nos enteramos que es el primer niño que nace en Krypton producto de un revolcón natural; los demás embriones están como congelados en burbujas que cuelgan de un espacio poco definido, en espera del momento de iniciar su vida. También nos enteramos después de que esas burbujas preñadas contienen “el código genético” del planeta, que Supermán lleva con él a la tierra cuando sus padres deciden enviarle para evitar que sea destruido como todo Krypton, a punto de estallar cuando comienza la historia.
Llegado a la tierra y recogido -se ignoran los detalles- por una pareja de granjeros (Kevin Costner y Diane Lane) de la América profunda, el niño crece sufriendo las burlas de sus compañeros de clase y juegos y ocultando sus poderes “para evitar que el gobierno tenga algún interés especial en hacerse con él”, según le explica el padre. Así va creciendo y pasa de Kal a Clark Kent y a Supermán, el personaje conocido, que vuela y tiene fuego en los ojos y que, en esta ocasión, no lleva el famoso slip rojo sobre la malla, que tampoco es azul sino más bien grisácea. Lo que si conserva es la capa roja y la chapa con la S gigantesca en el pecho (que tampoco es la inicial de su nombre sino el signo de esperanza en la mitología de Krypton).
Naturalmente, en un momento dado aparece la periodista Lois Lane (Amy Adams) –que, muy actual ella, envía correos por internet- y salta la chispa; aunque es justo en el momento en que el héroe decide convertirse en azote de los malos y salvador del mundo terrícola, por lo que la cosa queda en un abrazo aéreo, girando en el espacio, exactamente igual que otro que vimos hace unos meses en una pretenciosa película de factura nacional. Solo al final de la película, Clark Kent llega a la redacción del Daily Planet, donde acaban de contratarle (lo que prácticamente significa que este film termina donde empiezan los anteriores).
Como es lógico, también hay un malo: en este caso se trata del general Zod (Michael Shannon), militante nacionalista y defensor de la pureza de la raza de los kryptonianos –aunque estos aspectos filosóficos y cavernícolas no estén suficientemente explicitados, como no lo están algunos otros misóginos y hasta fascistoides que siempre tuvieron las aventuras de uno de mis héroes de comic preferidos- que lleva encerrado con sus secuaces en un agujero negro desde que el niño fantástico fue enviado en una cápsula a la tierra, y que despierta de su letargo para intentar secuestrarle y recuperar el famoso código genético, para lo cual desencadena una guerra espacial –tipo Star Wars- con los militares estadounidenses.
A los mandos de todo este enredo de dos horas y media en 3D de ruidos ensordecedores, efectos de lo más especiales, rascacielos y edificios emblemáticos que caen, artilugios que llegan del cielo, estrellas, cometas y meteoritos que cruzan la pantalla y distintas pirotecnias, Zack Snyder (“300”), que ha transformado una historia archiconocida en una mezcla de otras aventuras épicas para adolescentes, poco original. Aeronaves, automóviles, misiles, fuego, hielo, cristal y metal, mucho metal; todo lo cual acaba por chocar con un ruido atronador en una serie interminable de efectos digitales que terminan por dejar al espectador un poco sonado.
Aquí los humanos son apenas una docena de caras –la chica, los granjeros padres adoptivos, un puñado de escolares con mala leche, el director del Daily Planet y un mando del primer ejército mundial- que aparecen y desaparecen entre explosiones interminables “con un lirismo muy postindustrial, cargado de polvo y restos… como si a partir del 11 de septiembre de 2001 perdurara la obsesión de un cine espectacular contemporáneo en una lógica de escalada de esas eternas resacas de cascotes con sabor a cenizas” (Libération).
Quizá las diferencias más palpables con los Superman anteriores sean el hecho de que la media docena de personajes principales conocen desde siempre la doble identidad de Clark Kent (mientras que tanto en el comic como en las películas anteriores el único que lo sabía era el lector/espectador), y la historia esa del código genético de los kryptonianos, auténtica novedad en la historia del superhéroe de la capa y el slip rojos.
Supermán nació en junio de 1938 en la revista Action Comics nº1, por obra y gracia de Jerry Siegel y Joe Shuster, dos jóvenes neoyorquinos apasionados de la ciencia ficción. Inconscientemente, dicen los especialistas, simbolizaba la revancha de sus creadores, dos chicos hijos de emigrantes judíos, que inventan ese héroe superprotector en vísperas de la Segunda Guerra mundial. Fueron ellos quienes primero le llamaron Man of Steel (Hombre de acero), aunque haya entrado en la historia como Supermán. Su ropaje, con los colores de las barras y estrellas, le convertían en el superpatriota capaz de vencer a Hitler. Apareció por primera vez en una pantalla –pequeña- en la serie en blanco y negro, Las aventuras de Supermán, que estuvo en la parrilla estadounidense desde 1952 hasta 1958, interpretada por George Reeves. El 1978, el superhéroe llega a la gran pantalla en color, en la película dirigida por Richard Donner e interpretada por Christopher Reeve.
Según el dibujante Jim Lee, autor del comic “Para mañana” en el que el superhéroe es un personaje lleno de dudas acerca del ser humano y el destino de la humanidad toda, “Superman es también el arquetipo del superboy-scout. Huérfano del espacio, educado en una familia americana modelo de campesinos que viven entre campos de trigo, es un parangón de la integración. Icono del sueño americano, una vez adulto, Clark Kent “sube” a la capital, Metrópolis, donde se convierte en reportero del Daily Planet, y donde encuentra a la deliciosa Lois Lane, de quien se enamora, completando así la panoplia de este mito de la cultura pop del siglo XX, que inspiró obras a Andy Wahrol y Roy Lichtenstein”.
En el ensayo “De superman al superhombre”, escrito en 1962, el filósofo y escritor italiano Umberto Eco explica como este superhéroe procedente de la cultura popular norteamericana ha conseguido hacerse un hueco en todas las mitologías modernas: “La imagen simbólica de Supermán tiene un interés muy particular. Es una constante de la imaginación popular que haya un héroe dotado de poderes superiores a los del común de los mortales, de Hércules a Sigfrido, de Rolando a Pantagruel, hasta llegar a Peter Pan”. Para Eco, si el lector/espectador se siente atraído por Supermán es justamente a través de su alter ego Clark Kent, que encarna al hombre ordinario, un poco timorato pero que esconde en su interior capacidades insospechadas.
A lo largo de los años, Supermán se ha impuesto en el cine como el héroe justiciero, figura celeste y luminosa que “simboliza el sueño del emigrante que se alza por encima de sus orígenes”; también enlaza con la tradición de la leyenda cristiana porque, semejante a Moisés, es depositado por sus padres en un cesto (cápsula) y enviado a otro lugar, para salvarle (y que sea el representante de una raza extinguida).
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