“En un
sistema neoliberal que recorta el gasto público y tiene menos sanidad, menos
educación, menos transporte público y menos pensiones, el hecho de que llegue
gente nueva crea una lucha de pobres contra pobres…Para resolver el problema lo
que se ha decidido es que esta gente no llegue, que desaparezca en el viaje. La
estrategia es que se eliminen solos, en el mar, para que nadie los vea morir...”
Lo ha dicho Enrico Calamai, cónsul italiano en Argentina entre 1972 y 1977,
donde trabajó frenéticamente para sacar a más de trescientas personas de la
Argentina y permitirles llegar a Italia, fundador del Comité por la Verdad y la
Justicia para los Nuevos Desaparecidos).
![]() |
CC: Interpretación de la foto de Aylan Kurdi por Aristipo
|
Los nuevos desaparecidos son esos sirios, afganos
e iraquíes, que se dejan literalmente la vida en aguas del Mediterráneo huyendo
de la guerra y la persecución en sus países.
Ha sido necesaria la foto en una playa turca del
cadáver de un niño que se llamaba Aylan y tenía 3 años, ahogado cuando trataba
de llegar con su familia a las costas europeas, para remover las conciencias de
quienes llevan años legitimando la llamada “oposición” armada en Siria. La
imagen del pequeño con pantalón azul y camiseta roja quedará en nuestras
retinas como el emblema de un flujo migratorio sin precedentes que hasta ahora
no queríamos ver. Esta crisis de los
refugiados causada por las persecuciones y las guerras no es un fenómeno
pasajero sino un desafío -sin límite en el tiempo- humanitario, social y
económico, al que tienen que responder los países que, con su intervención o su
indiferencia, han tenido un papel en esas guerras.
Estamos ante la
crisis humanitaria más grave de los últimos 70 años. Según cifras de Amnistía Internacional, en
los 8 primeros meses de 2015 han llegado a la Unión Europea 350.000 personas,
el 90% de las cuales proceden de países desgarrados por la guerra y
fundamentalmente de Siria, Afganistán e Irak -pero también de Eritrea, Somalia
y Nigeria-, que han tenido que enfrentarse a unos niveles de
sufrimiento jamás alcanzados en Europa desde la Segunda Guerra mundial.
Esos son los que han llegado. Porque en siete
meses, y a fecha 6 de agosto de 2015, como Aylan han muerto o desaparecido
oficialmente en el Mediterráneo más de 2.800 personas, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para
los refugiados (ACNUR). Aquel Mediterráneo que cantaba Serrat se ha convertido
en los últimos años en una fosa en la que yacen miles de hombres, mujeres y
niños que no tienen nombre. Son ilegales, gente castigada hasta después de
muerta con el anonimato de un número.
Hasta ahora, los gobiernos
europeos se han concentrado en el
control de las fronteras exteriores, obligando a los estado fronterizos
–Turquía, Serbia…- a servirles de guardianes frente a la “invasión” (recordar
la viñeta de El Roto: “De uno en uno parecen inmigrantes, pero todos juntos
tienen una pinta de invasores que no veas”). Ahora asistimos a las dramáticas
consecuencias de esa opción.
La foto de Aylan que ha conmocionado a Europa
recuerda de forma dramática lo peligroso que resulta para los refugiados
encontrar un “refugio”. La foto del niño ahogado es un testimonio exacto de lo
que está pasando: una parte de Oriente Medio se está hundiendo en nuestras
puertas y sus habitantes huyen de la catástrofe.
La última respuesta de
Europa es la vuelta a las fronteras (cuando no la construcción de muros, como
en Hungría). Parece como si la existencia de la libre circulación de personas
en el espacio Schengen solo hubiera sido un momento excepcional en la larga historia
de la humanidad, hecha de muros y barreras. A partir de los años 90 y mientras
la libre circulación se ampliaba en Europa, en el resto del mundo volvían a
alzarse muros (en Israel), separaciones
de cemento y alambres espinosos (en Ceuta y Melilla, entre Estados Unidos y
México, India y Pakistán, India y Bangladesh, Irak yAarabia Saudí, Túnez y Libia…).
Desde 2011 y la “primavera
árabe”, las potencias occidentales y las monarquías del Golfo han financiado a
los principales grupos armados opositores en la República Árabe Siria, con el
objetivo de derrocar al Presidente Bashar Al Assad. El argumento
–particularmente cínico en el caso de los gobiernos absolutistas de Arabia
Saudita o Qatar– ha sido la “represión” y la “violación de derechos humanos” en
Siria. El objetivo real: igual que hicieron en Libia, acabar con un bastión que
tradicionalmente ha hecho frente a los intereses geoestratégicos de EEUU, la
Unión Europea y las monarquías del Golfo, y que tiene una sólida alianza
política con Rusia e Irán.
Resultado: Siria está
devastada por cuatro años de guerra: han muerto más de 220.000 personas, cerca
de la mitad de la población está desplazada y casi 13 millones de sirios
precisan ayuda humanitaria. Las fuerzas de seguridad detienen arbitrariamente y
torturan, muchos de los detenidos han muerto o desaparecido después; el
ejército bombardea barrios habitados por civiles sin respetar establecimientos
médicos. Los grupos armados, y en especial Daesh, cometen atentados suicidas y
ejecuciones sumarias de supuestos opositores.
Por solidaridad o incluso
por simple humanidad, hay que tirar los muros y abrir la puerta a esos
refugiados que nunca antes pensaron en abandonar sus países y que solo emigran
para escapar de la guerra, las masacres, las persecuciones, la tortura y la
muerte. Sin los horrores cometidos por El Assad y la barbarie de las milicias
islamistas y Daesh, Aylan nunca habría salido de Siria. Tenemos la obligación
de destruir todas las barreras y abrir todas las puertas, y arbitrar las vías legales,
para que los refugiados puedan llegar a nuestros países y nunca más veamos la foto de otro Aylan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario