La
misma Roma de nuestros recuerdos cinematográficos de hace cuarenta años, la de
la dolce vita (pero no sólo Fellini, también hay homenajes a las fiestas de
Antonioni, a la ciudad de Scola y a la tragedia passoliniana) y las terrazas
desmesuradas en la última planta de palacios que por arriba limitan con el
cielo y por abajo con la Historia. La Roma eterna, inmutable en su belleza
(grande, enorme) insoportable y definitiva, en todo el esplendor del verano.
Roma vista con los ojos que observan desde lo alto, desde las terrazas y las
vistas panorámicas.
Los
personajes bailan, los cuerpos se agitan en discotecas, clubs y terrazas. En
las noches de fiestas interminables, regadas con alcohol y cocaína, el famoseo romano
-que no se parece a ningún otro del mundo porque se compone fundamentalmente de
arruinados títulos nobiliarios que conservan toda su clase, modelos
internacionales y nuevos ricos con un barniz aceptable- baila las mismas
canciones disco y horteras que en los descampados con banderitas coloreadas de
la costa del sol. Hay rostros congestionados, de grandes muecas, cansados, casi
agotados en esa felicidad nocturna, cotidiana y repetitiva. Porque son siempre
los mismos, se reconocen y sienten que hacen piña. La cámara de la película La
Gran Belleza –estreno en España el 5 de diciembre de 2013- es cruel con los
personajes y tremendamente fiel a las grandes bellezas de los decorados
naturales de esos pallazzi romanos, museos vivientes y algunos palacios auténticos
(pero esa es otra historia, la del Arte), como ese donde Jep entra una noche.
A
Jep Gambardella, novelista autor de una sola novela perdida en el tiempo (El
aparato humano, después ninguna otra porque “Roma te impide concentrarte”),
periodista people y seductor impenitente, dueño de un atractivo que el tiempo
no ha conseguido arañar, se le encuentra en todos los saraos. Tiene sesenta y
cinco años, un premio literario acumulando polvo y una reputación de escritor
frustrado. Inmerso en un mundo excéntrico, el dandy cínico y desengañado sueña
a veces que vuelve a escribir impulsado por los recuerdos de un amor de
juventud. A su alrededor, los personajes que “Paolo Sorrentino bautiza siempre
en sus películas con nombres rimbombantes y ridículos que revelan su
suficiencia y vacuidad: Antonio Pisapia, Titta Di Girolamo, Geremia De
Geremei…” (Télérama). Jep es el number one de las noches, no falla una fiesta,
no se pierde un evento: “No solo quería participar en las veladas, quería poder
aguarlas”, fanfarronea.
“Estamos
todos al borde de la desesperación, no tenemos más remedio que hacernos
compañía, tomarnos un poco a broma”. Con su acento napolitano, sus chaquetas
naranja o amarilla, el cabello blanco, un cigarrillo siempre en la mano, sus
momentos de magia en la soledad del amanecer cuando deja que vuelvan los
recuerdos y aparezca la esperanza de que alguna vez escribirá de nuevo… Es
entonces cuando encuentra esa ciudad entregada a los turistas e ignorada por
los romanos.
El
mundo de la impostura y las noches interminables de Jep se adorna con la
artista ridícula que sigue creyendo que tiene el poder de la provocación, el
cirujano estético que cobra 700 euros por cada inyección de botox, la “santa” a
la que va a entrevistar, el inevitable cardenal gourmet y gourmand…
Intelectuales de izquierda y nobles decadentes, galeristas de arte, directores
de revistas y ricos de orígenes diversos...con todos cruza algunas frases el
insatisfecho, cínico, perezoso, narciso y melancólico Jep, hasta que llega el
momento en que siente la necesidad de volver a encontrar la belleza perdida entre
tanta “mundanidad” vacua. Un repertorio de personajes de la vida ahogados por
el dinero y la mentira.
Para
que el homenaje sea completo, para que nadie pueda ignorar la fuente de
inspiración de una película grande como la belleza que promociona, una actriz
francesa (Fanny Ardant) que aparece de pronto en una calle de la ciudad dormida
desea “buenas noches” al periodista, lo mismo que Anna Magnani “aconsejaba al
querido Federico que se fuera a la cama para dejar de divagar” en el final del
film Roma. Sorrentino no habla de política, no cae en la tentación fácil de
hacer moraleja con las aventuras del anterior primer ministro, recién condenado
por delitos económicos y morales; el recorrido de su narración es estético y,
sobre todo, ético.
La
Gran Belleza–que, en los últimos días de noviembre 2013 clausuró el Festival
del Cine Italiano de Madrid y representa a Italia en la carrera a los Oscar del
próximo año- es, sin duda, la película más ambiciosa en la carrera de Paolo
Sorrentino (43 años, autor de Un paraíso, L’amore non ha confini, L’amico di
familia, L’uomo in piu, Il Divo, This Must Be the Place…). Una excelente
película, declaración de amor a la ciudad de Roma y al mejor cine italiano, que
bebe de las mejores fuentes que le precedieron, de sus excesos barrocos, sus
momentos surrealistas, sus personajes crepusculares, con independencia de edad
y condición, y del más puro placer estético.
Le
acompaña en la aventura Toni Servilio, el actor–fetiche de este realizador
desde L’uomo in più, dando vida a ese personaje que, además de todo, es también
un poco como el propio Sorrentino, napolitano trasplantado a la capital,
“siempre a la búsqueda de algo puro a pesar de encontrarse en un contexto
decadente, libertino y en ocasiones grotesco como es el del cine italiano”. Y
se adorna con una magnífica banda sonora, compuesta de insoportables bajos de
música disco y maravillosos fragmentos de música sacra.
Pero
no es solo un homenaje, ni un recuerdo nostálgico. “La Gran Belleza –ha dicho
su autor- es no olvidar”. Porque hay belleza en la nostalgia, en el miedo, en
el paso del tiempo, “incluso en los escombros, que no son ruinas sino pruebas,
pedazos de cosas que no dejan que se les olvide. Y que permanecen en los
cuadros, lo mismo que en las películas, e incluso en los buenos propósitos”
(Katia Ricciardelli). Por eso, la historia del periodista Giambardella, que se
refugia del desengaño en los recuerdos y la belleza, es una narración singular,
con personalidad propia y unos valores artísticos universales.
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